Wednesday, January 15, 2014

Por el amor de Dios

Pasa el tiempo e inexorablemente nos hacemos mayores. Pasa el tiempo y nos desgastamos definitivamente. Pasa el tiempo y cada segundo puede ser el último de Don Gonzalo Uzcátegui. Cada gota de suero es la última caricia que recorrerá sus venas y cada centímetro de oxigeno le sumará un par de minutos más al dolor de vivir muriendo. La tentación es grande, pero Gonzalo no puede darse el lujo del último suspiro. No aún. No con semejante deuda.

¿Qué objeto tiene la vida si no puedes comunicar al mundo que existes y que miras las mismas estrellas? La vida no es suficiente para que haya esperanza. Mientras todavía pueda comunicarse, el viejo espera que su amigo Manuel llegue a tiempo antes del desenlace. Cierra los ojos con fuerza y oye a Manuel cruzando el Atlántico, mira a Manuel aterrizando en las montañas, huele a Manuel en camino de pagar el último favor.

-       ¿Se encuentra bien, Don Gonzalito? Le pregunta suavemente la Naty, con la prudencia con la que se deben preguntar las cosas a los fantasmas. “Ya debe verme más muerto que vivo” piensa Gonzalo para sus adentros y abre los ojos.

-       “Todo está bien niña Naty”, le dice con cariño a la gordita estudiante de enfermería que su fiel esposa Josefina consiguió gracias a la ayuda del párroco Vicente. Pequeñita, pero con unos brazos capaces de mover quintales de tierra y kilómetros de cielo. No se diga a un cuerpo de perro flaco en el que se ha convertido. “Solo estoy haciendo las paces con el Señor”, le dijo para congraciarse con la pequeña curuchupa que le acompaña.

Durante las últimas ocho semanas, hicieron una buena liga los dos. De esas amistades eternas que duran una agonía. Ella le contó de sus estudios, de su obsesión con el servicio a la parroquia, de las largas horas con el curita limpiando paredes y pisos para la procesión, de los sueños de entrar al reino de los justos de mano del Padre Vicente. Joven español de ojos claros y acento de traducción vieja que hacía delirar a la congregación femenina y que ocasionó más de una disputa por las primeras bancas de la iglesia. Cuando hablaba del párroco, los ojos se le abrían y brillaban, el tono de voz se levantaba orgulloso y hasta encontraba las palabras rebuscadas para adornar la labor divina de ese hombre de mil maravillas. Sin lugar a dudas la Naty estaba enamorada del Padrecito Vicente. Don Gonzalo lo olió a leguas, pero decidió no decirle nada. ¿Quién era él para romper los sueños y el corazón de otra mujer? Con santa paciencia, escuchó las proezas del santo y de su devota más ferviente. Revivió con sus relatos la pasión de sentirse parte de algo más grande y la eterna espera de una palabra, un gesto, una mirada. “Por lo menos se merece eso, una mirada de amor”, dijo para sí el moribundo el lunes pasado, antes de dormirse.

El martes por la mañana, Don Gonzalo se despertó de buen ánimo. Obedeció todos las órdenes de la Josefina y se tomó todos los remedios que le dio Natalia. Sin chistar. Y con buena cara. Por la tarde, le contó una larga historia sobre el Señor de Andacocha y los cientos de milagros que ha obrado a su alrededor. Le preguntó si ella podía oír una confesión muy personal.

-       “Yo no quiero morir sin haber visto una última vez al Señor de Andacocha, Natalia. Ya le he dicho a la Josefina, pero tan buena mujer que es, no quiere estropear mi dolorido cuerpo llevándome ante su altar. Dice que no voy a poder resistir, pero yo sé de los prodigios de su manto ante las causas perdidas, y si no me sana, por lo menos quiero terminar mi vida en estado de gracia. Solo tú sabes lo importante que es.” Natalia miraba y escuchaba cruzada de brazos con su uniforme blanco. Cerraba los ojos y asentía. Se llevaba las manos al corazón y mascullaba el rosario. Una lágrima recorrió sus mejillas rubicundas.

“Natalia, ayúdeme a cumplir este deseo. Es el último pedido de un viejo que ya no vale nada. Dios va a recompensar con creces la mano que des a uno de sus siervos, porque ahí está Él. Mete la mano en el bolsillo delantero del abrigo gris del ropero. Ese es un reloj valioso que perteneció a mi difunto abuelo, dueño de las Haciendas de El Carmen. Quiero donar ese tesoro a tu parroquia y al Padrecito Vicente para que en tu propio nombre siga haciendo sus buenas obras.”

Natalia se levantó y se dirigió al ropero. Ahí estaba el abrigo gris, señorial, pesado, de tela que no provino de China. Palpó el reloj en sus manos, reloj de cuerda que enseguida se puso a andar con una vuelta. Parece oro. ¿Será? “Con esto cuanto puede hacer el Padre Vicente”, pensó Natalia. “Y todo esto sería con mi plata. Yo, la benefactora de la parroquia, como las señoronas que le llevan regalos al párroco y le invitan a sus casas a almorzar.”

A regañadientes aceptó Natalia ayudar a Don Gonzalo a cumplir su última voluntad. Aunque su corazón ya había decidido, se hizo de rogar un poquito, pero nunca habló de devolver el reloj a su sitio original. Bajo la dirección del moribundo, hizo varias llamadas, algunas de ellas de larga distancia, con la información que le iba dando. “Si hasta en clave parece” murmuró entre dientes mientras leía la hoja de cuaderno con los dictados de Don Gonzalo.

El plan sin riesgo –aparente- es el siguiente: El jueves al medio día, vendrá un antiguo amigo de la familia, Manuel Sáenz, para llevar a Don Gonzalo en su auto hasta la Iglesia de Andacocha. Los jueves son los días de consagración de las siervas de la parroquia y se reunirán en casa de Maruja para preparar el almuerzo con el Padre Vicente, por lo que Josefina estará al menos 4 horas fuera de casa. Dios sabe que en estos momentos de dolor y sufrimiento, más se requiere de la oración y de la devoción. Natalia se quedará en la casa esperando el regreso de Gonzalo, atenta por si Josefina se adelanta. Si la Doña regresa antes, Natalia le llevaría de urgencia a la parroquia, mintiéndole una emergencia de proporciones celestiales.

A las once de la mañana, Josefina besó en la frente a Gonzalo y se despidió. “Hasta luego mi vida, voy a rezar por ti y por el milagro de la vida que nos ha dado juntos. 53 años en las buenas y en las malas, juntos en la vida y en la muerte. Yo vengo temprano y te traigo las ricas colaciones de la Maruja, que sí puedes comer. Natalia, cuidarale bien a mi Gonzalito. Ya regreso.”

Natalia puso el plan en marcha. Con la fuerza de sus brazos y rapidez de su entendimiento, vistió a Don Gonzalo de punto en blanco. Un pantalón café, camisa blanca y pañuelo de seda que disimule su piel colgada. Había traído un poco de agua bendita para peinar los pocos pelos blancos que le quedaban y de la sacristía un chorrito de la colonia del Padre Vicente que disimuló el olor a muerte. Estaba realmente guapo. “Listo, Don Gonzalito, eso sí llévese el tanque pequeño de oxígeno, que sin eso no puede estar. Ya le puse dos bolos del analgésico para que le dure el camino, pero me promete que está de regreso antes de las 2 y media. Con eso todos estamos bien, hasta su Señor de Andacocha.”

A las 11 y quince apareció Manuel Sáenz. De gafas, con una maleta de cuero, con la respiración agitada. Natalia le llevó al cuarto principal. En cuanto vio a Gonzalo, paró en seco y se llevó la mano a la boca como evitando un grito, pero se repuso de inmediato y se lanzó al abrazo con una sonrisa fingida. “Tanto tiempo sin saber de ti, mi hermano del alma. No hay como descuidarse, que de repente la vida te trae semejantes sorpresas. No entiendo porqué no me llamaste antes.” Le dijo al oído con un tono lastimero.

Natalia ayudó a bajar la silla de ruedas por las pocas gradas que les separaban de la puerta de calle. Ni ella entendía la fuerza de sus brazos cortos, pero podía levantar igual que un hombre. Ni más ni menos. Metieron a Gonzalo al vehículo alquilado y partieron con rumbo sur.

-       “Puedes darte cuenta por mi estado, Manuel, que no estaba exagerando. Gracias por hacer este viaje al apuro, mi hermano, pero si te demorabas, tampoco me despedía de ti.”

Manuel fue socio de Gonzalo durante mucho tiempo en su pequeña empresa metalúrgica. Por más de 25 años compartieron utilidades, proyectos y pocos secretos. Uno de ellos fue Sofía, la secretaria personal de Gonzalo, que llegó a su vida y a la empresa para quedarse de largo. Gonzalo ya era un hombre maduro, bien casado, con hijos grandes. Sofía era una joven que contrajo matrimonio y divorcio sin pena ni gloria. Delgada, apagada, insípida, concentrada en su trabajo y en leer novelas románticas. Vivía sola en un pequeño departamento con macetas en el balcón, donde todo estaba en perfecto orden al compás de sus discos de música instrumental. Trasladó su sentido de organización a la empresa y fue un gran apoyo para la gerencia. Tanto se “puso la camiseta”, que la oficina fue su segundo hogar y encontró respeto, realización y un amor que hasta entonces no había experimentado. Claro, no fue un flechazo a primera vista, pero no pasaron muchas lunas hasta que Gonzalo puso cualquier pretexto para acercarse a ella. Seguramente Gonzalo escarbó en sus sencillos ojos cafés y se enamoró de su ingenuidad, de su ternura, de la suavidad con que trabajaba y amaba.

Manuel se hacía de la vista gorda y aunque sabía que no eran necesarias las horas extras de cada noche, terminó por comprender la afinidad, la amistad, la pasión inexplicable que surgió entre dos personas tan diferentes y a pesar de sus circunstancias frente a la sociedad. En realidad, hacían una pareja compacta, sin dramas e implícitamente respetable frente a sus compañeros de trabajo. Eran los mejores amigos, los compañeros más eficientes, los amantes más perfectos y los confidentes más fieles. Su amor no se vio empañado por las cosas domésticas de un matrimonio, ni por el tiempo que consumen los hijos, los celos o el tedio. Tampoco vio la luz de la legalidad y del reconocimiento social, pero a ninguno le importó. Para eso ya tenía Gonzalo su familia y Sofía su soledad.
          
Pero una historia de amor es como un bote en alta mar, no puede permanecer inmóvil frente al viento y las olas. Poco a poco el comportamiento de Gonzalo tuvo cambios imperceptibles que, a través de los años, terminaron convirtiéndolo en otra persona, más apegada al mundo de Sofía que al que había planificado Josefina para su retiro. Cuando el último de los hijos voló del nido, el matrimonio empezó a hacer agua. Un martes de tarde, Josefina entró a la oficina como un huracán y enfrentó a Gonzalo, delante de los socios, de los empleados y de ella. En pocos meses se concretó la venta de la pequeña empresa, se pagaron las deudas, se repartieron las utilidades y se dijeron hasta siempre Gonzalo y Manuel.

Gonzalo y Josefina se fueron a vivir a la hacienda. Gonzalo tuvo la previsión de asegurar una pensión mensual a Sofía, lo suficiente como para que nunca le falten nuevos geranios en el balcón o música que escuchar. Como era de esperarse, las visitas se hicieron cada vez más espaciadas, los mensajes más escasos, los ramos de flores casi inexistentes. A pesar que Don Gonzalo nunca se hubiera divorciado o hubiera tomado una decisión que lastime a su adorada Josefina, no pudo quitarse a Sofía del corazón. Era como si alguien hubiera separado con tijeras a dos almas unidas al nacer. Estaba a punto de escribir a Sofía una carta, cuando un dolor agudo lo tumbó al piso.

Luego de varios meses entre hospitales, exámenes y viajes sin sentido, el diagnóstico fue confirmado en más de un idioma: cáncer. Una enfermedad muy agresiva que le daba tiempo nada más que para arreglar sus herencias y para despedirse de su familia. Pero él tenía pendientes que arreglar con Sofía.

Cuando llegaron al pequeño edificio de cuatro pisos, Gonzalo pudo jurar que vio sus ojos cafés colgados de la ventana. O eso fue lo que le dijo a Manuel cuando empujaba la silla de ruedas al ascensor. También hubieran podido ser las medicinas, pensó, pero pronto lo iban a averiguar. Tocaron a la puerta y una Sofía enteramente vestida de negro abrió la puerta a sus antiguos jefes y los invitó a pasar. Su rostro lucía más apagado que antes y parecía haber envejecido un siglo, pero la sonrisa de siempre volvió a aparecer y a iluminar la habitación. En la sala, los amantes se abrazaron largamente sin decirse una palabra. Manuel entendió las señales y se encerró en el dormitorio hasta que sea hora de la inminente partida.

Manuel permaneció callado y quieto en una esquina de la habitación mientras duró la conversación. A pesar de lo delgado de las paredes, no pudo sino escuchar fragmentos de frases, de oraciones mezcla de perdones y despedidas. Ella siempre supo cuál era su lugar y nunca quiso que el mundo de Gonzalo se viniera abajo, ni hacerle daño a Josefina ni a sus hijos. Mientras Sofía le agradecía por haber encendido en ella una luz que finalmente la hizo sentirse apropiada en el mundo, Gonzalo le decía una y otra vez que ella se merecía sus más tiernas miradas de amor, que cambió su vida para siempre y le hizo sentir que su propósito fue más que ser un empresario, un esposo y un padre, sino sentirse en completa comunión con otra persona. Y que se despedía tranquilo sintiendo su propósito cumplido. Muchas cosas fueron dichas y tantas más fueron calladas. Otras fueron lloradas y varias fueron reídas a carcajadas, como si el tiempo no se les hubiera acabado ya. Manuel también lloraba, apoyada su cabeza entre las rodillas, sollozó como un chiquillo ante la certeza de estar frente a un sentimiento infinito, incomprensible, pero que sin embargo lo desea de una manera inexplicable. Llora al entender que ese amor no es para todos.

El tiempo no perdona y aunque en esta ocasión hubiera querido perdonar a este amor maltrecho, era hora del adiós final. “Adiós, Don Gonzalo”, le dijo ella y le besó en la frente. “Hasta siempre, mi amor”, le respondió el viejo con la voz débil y quebrada.

Más de doscientos asistentes tuvo el velorio de Don Gonzalo Uzcátegui. El rito fue cumplido bajo la amable intervención del Padre Vicente, quien al ser considerado como párroco de la familia, brindó un sermón lleno de anécdotas y estampas de Don Gonzalo, de Josefina y de sus distinguidos hijos y familiares. Habló de la rectitud, del apego a las tradiciones y a los altos principios que siempre supo transmitir a quienes lo rodeaban. Habló de la muerte en paz, de siembras y cosechas. Nunca hay muerto malo. Natalia estuvo muy elegante, con un traje nuevo hecho a su medida. Su primer traje.


Luego de la ceremonia, todos salieron al patio a terminar el rito social del pasaje a mejor vida. De manera muy discreta, Manuel regresó a la sala de velación, se acercó al féretro y lo abrió. Sacó de su traje negro un geranio de color rojo intenso, arrancado de la maceta esa misma mañana. Tuvo cuidado de no estropearlo y lo depositó con cuidado en el bolsillo interior de la última chaqueta de Don Gonzalo, junto a su corazón.


Todos los relatos son reales, todos menos uno. 

Friday, December 27, 2013

"Por la Plata Baila el Perro"

Una vez que comienza el día, los teléfonos no dejan de sonar. Las asistentes corren apresuradas por los pasillos en sus tacos altos y faldas estrechas. Juliana aprieta el paso con el macchiato que espera impaciente su jefe, mientras negocia por teléfono una reservación en el restaurante de moda y retira al paso las carpetas amarillas que le han pedido para la reunión de la mañana.

No es lugar para alguien que no le guste el ruido y la presión. Los 85 ejecutivos que trabajan en la firma de inversiones no se despegan de sus laptops, de sus smartphones, de las últimas noticias, de sus egos inflados; de lo que sea que demuestre que están totalmente integrados al mundo. Por lo menos al mundo que “vale la pena”.

Casi un centenar de  individuos compitiendo por sobresalir, por ostentar una pizca más de poder que el resto. Ropas, joyas, tecnología, autos, son niveladores instantáneos del status y todos se pelean por conseguirlos. “Lamentablemente, cuando los tengan, ya habrá otro modelo, otra moda, otro juguete; seguirán en su eterna búsqueda, como ratones en su rueda”. Pensó divertido David desde su oficina de cristal. “Mientras sigan girando, seguiremos ganando”.

David entró al sector financiero apenas graduado de la universidad. Era un joven muy ambicioso y logró que lo contraten en una de las empresas de élite. Por supuesto, empezó al final de la cadena alimenticia, en el cuarto de correspondencia y archivo, donde pasó los primeros cuatro años de su carrera. En realidad fue el mejor lugar en el que pudo empezar. El departamento de correspondencia recibe y entrega toda la información de la empresa y de quienes trabajan en ella. La información es poder. Y David la utilizó para saber a quien persuadir, a quien desechar, a quien adular y conseguir su primer cubículo con salida al pasillo.

Decidió que el amor y otras futilidades pueden esperar y se lanzó de cabeza en la laguna de los horarios sin horario, del teléfono siempre encendido, de la competencia desalmada que consigue a los clientes más apetitosos. Una vez que se corrió la voz sobre las habilidades financieras de David, muchos clientes pidieron que sea él quien maneje sus inversiones. Su comportamiento obsesivo hacia el trabajo y las utilidades, había llamado la atención de las personas correctas y en poco tiempo le encargaron el manejo de un grupo importante de cuentas.

Al final de su treintena, David lo había logrado. Tenía personal a su cargo, manejaba automóviles último modelo, vivía solo en un lujoso penthouse el sueño húmedo de su generación. Podía pedir y tener todo lo que quisiera y David pidió más de lo mismo, porque el poder es la droga más adictiva. Pronto, el más grande de los cubículos le quedó pequeño y gracias a su habilidad de mover los hilos adecuados, tomó el riesgo de establecer su propia firma de inversiones, con los mejores clientes, contactos y empleados con los que pudo hacerse luego de 20 años de trabajo.

Una tarde de mayo, finalmente consiguió su oficina propia con paredes de vidrio y vista a la calle. El rotundo éxito le esperó con chofer a la puerta, jet privado, lugares exclusivos. Le pareció que era el momento de entablar una relación más duradera que los ocasionales encuentros de unas horas en fin de semana. Quiso conocer más a profundidad a una mujer, pero cuando profundizó con las opciones que tenía, no le gustó lo que encontró. Con su olfato desarrollado para percibir la ambición, le pareció que la inversión era demasiado alta, frente a los rendimientos no asegurados que una de esas mujeres le podría brindar.

David era el primero en llegar y casi siempre el último en irse. Desde su nueva oficina observaba a cada uno de los miembros de su equipo. Los que se pudieron graduar con varias becas, los hijitos de papá, las madres solteras, los jefes de familia. Todos enfocados en parecer inteligentes y agradar al gran jefe, que en esa carrera no todos van a llegar a la meta. David los veía trabajar, enfrascados en los mismos oficios en los que él había dejado tiempo y pellejo. Había sacrificado familia, amistades, vacaciones, por sentarse en su silla. ¿Había valido la pena? Ahora una llamada suya puede mover cientos de miles de dólares, su firma en un papel puede hacer o deshacer años de proyectos y sueños.

Había hecho ese trabajo día tras día, por años, por décadas y de pronto había perdido el gusto de hacerlo. El cerrar un contrato, el conseguir nuevos negocios ya no le provocaba mariposas en el estómago. A decir verdad, la fabulosa vista desde su departamento, el viento en la cara desde su convertible, las maravillas del mundo habían terminado por aburrirle y no encontraba aquello que le haga sentir nuevamente el vértigo de la cacería. Tal vez se estaba volviendo viejo y lo que quería ya no se podía comprar con dinero.

Por un momento al día, sentía la presión de las decisiones urgentes, como una roca atada a su cuello. En esos minutos, deseaba cambiarse por cualquier otra persona que no tenga que decidir sobre algo tan abstracto como un medio punto de la tasa de interés. Pero toda su vida había girado en torno a sus conquistas profesionales, como para creer que no era lo que en realidad quería. Si no, ¿porqué más habría trabajado tanto y tomado todas esas decisiones? Giró su silla hacia la ventana para alejar semejantes pensamientos y lo vio.

Encorvado, curtido por el sol, con callos en las manos. El jardinero estaba podando con pasmosa tranquilidad las cuidadas plantas del jardín corporativo al que los ejecutivos tenían acceso para “liberar tensiones”. El pequeño hombre rebuscó en su mochila de cuero y encontró la tijera apropiada para cortar la terquedad de los tallos de rosas. De igual manera, con meticulosidad de cardiólogo, dio forma a las matas de buganvillas para que continúen su eterna búsqueda del cielo. Al terminar, estaba cansado, sudoroso, pero antes de irse, se dio el tiempo para acariciar suavemente a las orquídeas e inclusive para hablarles al oído. Su rostro reflejaba la profunda satisfacción de admirar el resultado inmediato de su esfuerzo.

¿Es posible recuperar el entusiasmo? Por supuesto, dijo David para sus adentros, “es cuestión de encontrar una nueva meta.” En seguida llamó a Juliana para encomendarle un proyecto urgente. Y confidencial.

“En esta época, el conocimiento está en la punta de los dedos”, pensó David para sus adentros, mientras se graduaba de uno de los tantos cursos rápidos de jardinería en el Internet e imprimía su licencia de operación. En el parqueadero privado de su edificio, aguardaba una van diseñada a medida y equipada con las herramientas más sofisticadas que se pueden conseguir, con heladera incorporada, equipo de comunicación y rampa mecánica para la cortadora de césped eléctrica de última generación.

Las últimas semanas habían vuelto a ser emocionantes para David. No solo estaba de buen humor, sino genuinamente interesado por todo lo que pudiera aprender sobre jardinería, desde la carpintería básica del tema, hasta conceptos de diseño y distribución de las plantas de acuerdo a la ubicación geográfica. Todos los días sabía algo nuevo y esta motivación lo llevó inclusive a mantener largas charlas con el personal de su oficina, con quienes no se le hubiera ocurrido pensar que compartían algún interés.

A mediados de agosto, David se sintió preparado para ejercer su nueva y anónima profesión. No solo fue el haber encontrado un pasatiempo al que ansiaba dedicarle tiempo que supuestamente nunca existía, sino el hecho de pretender ser alguien diferente.  Y más aún, alguien humilde, con un trabajo que exige esfuerzo físico antes que intelectual. En su fuero interno, David siempre había pensado que el éxito es cuestión de actitud, que no importaba la procedencia, ni la raza ni el status, sino la perseverancia y la habilidad. Bueno, estaba muy cerca de probar su hipótesis.

Se enlistó con su nombre falso y su certificado verdadero, en un sitio de ofertas laborales. Por supuesto, por Internet. Esa misma noche recibió varias respuestas averiguando precio y disponibilidad. Tenía de donde escoger. “¿Cómo hay crisis, habiendo tanto trabajo?” fue lo primero que pensó, pero en seguida se recordó a si mismo que tenía un objetivo diferente. Contó hasta siete y abrió el octavo e-mail. “Por la dirección, el patio debe ser grande y con plantas de todo tipo, es uno de los barrios más exclusivos”, se dijo David. Y fijó la cita para el sábado a las 10.

Quince minutos antes de la hora, David se acercó al lujoso cerramiento de la casa y timbró. Había mantenido reuniones con hombres y mujeres millonarios dentro y fuera del país, pero no recordaba que le hubieran temblado tanto los dedos. Le contestaron enseguida, no le dieron tiempo siquiera para arrepentirse. Confiado en que la jardinería es un trabajo que cualquiera puede hacer, estacionó en el espacio en el que el personal de servicio le había designado.

Por primera vez, nadie le ayudó a bajar las herramientas, ni tuvo asistentes que prendieran la cortadora de césped por él. La semana pasada, David había imaginado que conocería personalmente a los dueños de casa e inclusive había fantaseado sobre las conversaciones que tendría con ellos, como si aquella hubiera sido una cita de negocios. El grito de la ama de llaves lo devolvió a la realidad sabatina. En una de sus maniobras de principiante, había cortado una costosa manguera con su maquinaria de última tecnología. Definitivamente debía haber practicado un poco más, luego de haber leído las instrucciones. Aguantó la bravata lo mejor que pudo, terminó de cortar el pasto interminable de esa casa y trató de disfrutar la podada de los ficus de la entrada. Un cálculo rápido – a ojo de buen cubero – le devolvió los resultados tangibles de la operación: ingresos menos gastos variables, costos fijos e insumos utilizados, $20 a favor. Sin contar con el expendio adicional por la reposición de la manguera, ni con la deshidratación de 4 horas bajo el sol canicular, había sido una experiencia desilusionadora. Estaba comprendiendo la crisis.

Como David era una de esas personas que piensan que las caídas son el mejor pretexto para levantarse, se dio un largo baño, abrió una botella de Cristal y pensó en como mejorar los resultados. Lógicamente, usaría una estrategia diferente.

El siguiente sábado llegó y nuevamente, la ansiedad de lo desconocido. Esta vez había escogido un barrio de menor categoría, con un patio discreto y casi ninguna planta. Cortar el césped no le llevaría más de una hora, pero de todos modos hizo la cita en un mejor horario que la semana pasada. Llevó agua en cantidades industriales y un par de horas de experiencia práctica sobre el manejo de la cortadora de césped y el resto de herramientas.

Encontró la casa sin dificultad, a pesar del sinnúmero de calles que albergaban hileras de viviendas, todas idénticas. La casa en mención estaba cerca de una esquina y tenía en el frente un árbol viejo de Magnolia. Estacionó bajo la sombra y caminó hacia la puerta de entrada. Esta vez sí lo recibió la dueña de casa.

Lucía era una mujer menuda, de pelo largo ondulado recogido en una cola y una sonrisa tímida sin gota de maquillaje. Sus pecas denotaban años de despreocupación bajo el sol y la vanidad en el carmín de sus uñas de lavaplatos, no se compadecía con las labores domésticas de la clase media. Esa mañana de sábado vestía un ligero vestido de flores azules y verdes y olía intensamente a tocino y panqueques. David nunca había tratado a una mujer así. Así de común.

Mientras le enseñaba los linderos del patio y le indicaba las ramas del árbol que debían ser recortadas -dentro del presupuesto que previamente habían negociado-, Lucía soñaba en voz alta con los jardines que quería tener en ese patio diminuto. Junto a la ventana de la cocina, quería plantar girasoles para poder verlos cuando lave los platos. Junto a las raíces del árbol, quería un círculo con gardenias de colores y colgando del madero del pórtico, había mencionado macetas con palmeras enanas. David supo interpretar sus antojos dispersos como un evidente deseo estético, que ni su presupuesto ni sus antecedentes le permitían. David le ofreció una cotización razonable que incluyera las plantas y la mano de obra, y se puso a trabajar con entusiasmo. Se encargó del pasto y de las ramas viejas. “En realidad el árbol no esta tan viejo,” pensó, “solo necesita un poco de atención”. Sacó los costales para recoger las hojas secas y las ramas que habían caído al suelo, cuando vio a Lucía por la ventana. Limpiaba los pisos, aspiraba las esquinas, lavaba los platos, entraba y salía de la cocina; mientras cantaba desafinada la canción de moda que sonaba en la radio. A pesar de tanto ajetreo, sonreía. David pensó en demorarse un poco más, solo por verla sonreír de nuevo, cuando ella se acercó a la ventana y lo llamó con la mano. David entró a la cocina y percibió el aroma inconfundible de un recuerdo. Lucía había horneado pastel de chocolate y el aroma inundaba la pequeña casa. Por insistencia de Lucía, David se sentó a la mesa con ella y probó el pastel con gaseosa. Es curioso como un olor, un sabor, una imagen pueden desatar una cadena infinita de memorias. El calor de la cocina, la humedad, el chocolate, llevaron a David a su infancia, cuando era más importante el manjar sencillo que la lujosa vajilla en la que estaba servido. Cuando el propósito de compartir tenía más valor que el oro de los cubiertos que ahora tenía.

-       Gracias por acompañarme, - dijo Lucía. – detesto comer sola, sobre todo si es pastel - Sería absurdo hornear un pastel para una persona, ¿verdad?

-       Gracias por la invitación –contestó amable David – hacía tiempo que no probaba un pastel tan bueno. ¿Vive usted sola en la casa?. David sabía que las personas por lo general contestan con honestidad las preguntas sorpresivas, porque se sienten obligadas a responder con la misma velocidad.

-       Vivo con mi esposo. Pero tenemos horarios diferentes. Cuando salgo a trabajar, él duerme. Cuando regreso, él ya se ha ido. Por eso debe ser que nos llevamos tan bien. – lo dijo Lucía con una media sonrisa. Bueno, basta de charla, que hay mucho por hacer en una casa. Gracias señor por el trabajo, me ha gustado ver el patio tan limpio y ordenado. ¿Si hacemos un contrato por dos cortes al mes, podríamos negociar una mejor tarifa?

Por lo visto, Lucía también utilizaba el truco de las preguntas sorpresivas y le reconoció esa habilidad. Quedaron en dos cortes al mes, sábados por la mañana, 15% de descuento por cliente frecuente. Y una ansiedad que David se llevó con él, así como el perfume pegajoso del chocolate.

El día lunes encontró a David animado, entusiasmado, con una energía indefinible que lo hacía inclusive atractivo, como si se hubiera renovado desde adentro hacia fuera. El miércoles le hicieron notar que estaba sonriendo con más frecuencia, pero lo hacía no solo por los nuevos contratos que la empresa había conseguido, sino porque estaba más cerca del sábado. El jueves se tomó la tarde libre para escoger las mejores plantas de girasol y recoger los geranios importados que había ordenado para Lucía. Al salir de la tienda, recordó que aun le faltaba más de una semana para su cita. “No importa”, se dijo en voz alta, “no hay peor gestión que la que no se hace”.

Puntualmente, el sábado tocó el timbre de la casa, con macetas y plantas en mano. Quería sorprender a Lucía. Tocó la puerta, por si el timbre estuviese dañado, pero no obtuvo respuesta. Esperó más de diez minutos en los que la desazón lo consumió y se arrepintió por haber apresurado sus emociones. Nada bueno resulta de la impulsividad. De todos modos llevó las plantas al jardín, para que Lucía las viera cuando regrese.

Dio la vuelta a la casa sin cerramiento y caminó apesadumbradamente hacia el patio trasero. Entonces la vio, en mallas de deporte, con su largo pelo alborotado, gafas y la música a todo volumen en sus auriculares. Estaba sentada en el suelo del porche tratando de armar una repisa de cinco pisos en los quince minutos que prometía la caja importada de la China. David sonrió y se acercó despacio sin saber si quería sorprenderla o seguirla espiando mientras cantaba a todo pulmón un bolero viejo, tan viejo como el deseo.

-       ¡Hey!, - gritó Lucía, olvidando sus audífonos – ¿era hoy el corte? El césped no está del todo mal – dijo en su tono de regateo.

-       Como está, Señora Lucía. Pasaba por el barrio y quise venir a mostrarle los girasoles y geranios de los que habíamos hablado – dijo David con seguridad, pero un poco mosqueado por su falta de originalidad bajo presión. ¿Está armando una repisa? – preguntó al tiempo que pensaba que esta mañana no era precisamente su momento más lúcido - ¿Quiere que le ayude?

-       Muchas gracias, vino en el momento preciso en el que le daba la razón a mi marido cuando me llamó inútil y arrebatada. ¡Es que no puedo esperar tres meses más hasta que él encuentre el tiempo y el momento perfecto para armar la bendita repisa! La caja dice quince minutos. No entiendo como no se pueden programar quince minutos en un día, no se diga en 90. – dijo Lucía evidentemente alarmada – Se levantó del suelo y entró a la casa. 

David miró las piezas del armario y las organizó de acuerdo con el orden de aparición en el manual de instrucciones. Leyó primero de corrido el manual y luego lo volvió a leer, armando paso a paso el mueble. Se aseguró que quede firme para colocar sin riesgo las macetas con los geranios. Retrocedió unos pasos para mirar la repisa y sintió la satisfacción del trabajo terminado.

Intempestivamente, Lucía se apareció por la ventana de la cocina y le dijo con la sonrisa más bonita que haya visto en su vida: ¡Que maravilla! Ya decía yo, que es una cosa tan simple que lo podía haber hecho en el medio tiempo del fútbol, durante las propagandas o luego de salir con el tarro de basura, que de todas maneras no lo hace. ¡Muchísimas gracias! ¿Quiere pasar a tomar una limonada?

Ese fue el inicio del sábado que quedó para siempre en su memoria. David no hubiera pensado que tuvo que esperar casi 50 años para sentir por primera vez el miedo y el placer de no tener control sobre su propia vida. En la humilde mesa de la cocina, conoció a Lucía como si ella hubiera sido parte de su vida desde el inicio de los tiempos. Supo de su infancia difícil acompañando a su madre que cosía ropa para los ricos y de su juventud inquieta buscando el mejor pretexto para escapar del desorden de un padre ausente. Aprovechó sus genes privilegiados y se fugó con el primero que le ofreció un apellido y un poco de estabilidad. Lucía pensaba que había llegado lejos, tenia ahora una casa, un esposo y un patio. Pero en el fondo se sentía incómoda porque su pequeña fortuna ya le había quedado corta. Había empezado a trabajar en una lujosa tienda de departamentos, como dependiente de la sección de ropa infantil. Gracias a su buena apariencia y su habilidad para interrelacionarse, pronto la ascendieron a la sección de carteras y zapatos. “Deseamos lo que observamos”, le dijo Lucía, parafraseando a un protagonista de película. “Y yo deseo sobresalir, ser como esas señoras elegantes, conocer y conseguir más de lo que tengo. Deseo la belleza, el orden y sentir que he hecho algo de lo que estoy orgullosa. Pero para mi esposo eso significa un plasma más grande. Pero es mejor así, porque dependo solo de mi”, lloró Lucía sobre el hombro de David y le confesó su secreta ambición de estudiar por las noches. Por supuesto, su marido se había burlado y había decidido gastar el dinero en un nuevo tubo de escape para su camioneta.

David hizo todo lo que pudo para consolar a Lucía. Le contó cientos de fábulas en las que el esfuerzo y la constancia llevan al éxito. Le aseguró que obtendría lo que quería siempre que mantenga su meta a la vista y sus ojos abiertos a las oportunidades. Le secó las lágrimas y le aseguró que todo iba a estar bien. Invariablemente esta conversación finalizó en el dormitorio, donde las emociones y las ansiedades de ambos se compenetraron maravillosamente. El jardinero y la dueña de casa. Era algo tan equivocado que se hasta se sentía correcto. Sobre el cubrecama barato, David le pintó un futuro ideal en el que los dos eran el equipo perfecto que alcanzaría los proyectos pendientes. Soñaron despiertos bajo la sombra de la pantalla gigante y se embarcaron en viajes imaginarios hacia lugares que ella solo había visto en la televisión. Lucía se reía con más ganas cuando estaba desnuda y en la sobremesa del amor le prometió a David dejar a su esposo y comprometerse con su propio destino. A la hora del café siguieron haciendo planes descabellados y al final del día fijaron la fecha de fuga para la semana siguiente. El próximo sábado por la mañana.

David regresó a su departamento con cientos de pensamientos revoloteando sin orden. Había encontrado la pasión que le hacía falta, una mujer ambiciosa, trabajadora, hermosa y sensible. Sentía que todo lo que era y lo que sería, le pertenecía a Lucía. Sus bienes, su vida, su futuro, quería entregarle todo y mirar la ilusión en sus ojos traviesos y su sonrisa de niña pequeña. Miró a su alrededor. “Talvez la decoración actual no sea de su agrado. No importa, viajaremos por el mundo para comprar todo nuevo. Si no le gusta el edificio, compraremos una casa. Este será nuestro proyecto.” De pronto, un pensamiento oscuro invadió su alegría y corrió a la oficina para planificar su estrategia. David nunca le dijo que era adinerado, ni lo que hacía cuando no era jardinero. Nunca le contó a Lucía su historia, ni las motivaciones que lo llevaron hasta su jardín. Ella tampoco preguntó y en buena hora no tuvo que estropear su momento perfecto con una historia de locos. Anotó en su agenda para el día lunes la compra de un Jaguar del año, modelo limitado. “En cuando le entregue las llaves el sábado, ella olvidará esta mentira involuntaria. Además que es la primera que me ama a mi, no a mi dinero, no a mi posición, solo a mi” –sonrió satisfecho mirando a la ventana-. Regresó a su tarea y aumentó la lista con reservaciones de hotel, pasajes de avión, restaurantes, teatro, un par de conciertos. Juliana tendría una semana ocupada.

David se levantó antes de las cinco de la mañana. La ansiedad no lo dejó dormir y se dedicó a repasar mentalmente todo lo que debía hacer en las siguientes cuatro horas que lo separaban de Lucía. No quería olvidar ningún detalle, quería una escena de película, con final Disney. Se vistió, empacó todo lo necesario y salió con suficiente tiempo para recoger el ramo de girasoles que le había comprado.

Nuevamente frente al timbre de la casa, respiró profundamente y lo presionó. Dos, tres veces más.  “Talvez Lucía siga arreglando cosas en el patio trasero”, pensó en voz alta, “Se va a alegrar de no tener que hacerlo nunca más”. Caminó hasta la repisa de los geranios, pero no la encontró. Se asomó por la ventana de la cocina, pero tampoco estaba. A su izquierda, algo le llamó la atención. Un sobre blanco suspendido entre los girasoles, con su nombre escrito. El alma se le bajó a los pies y un frío intenso recorrió su espalda. La carta estaba firmada por Lucía:

“Querido David:

Es difícil para mi escribir esta carta, sobre todo luego del sábado pasado. Esa mañana llegaste en el momento preciso para consolarme y ayudarme a reflexionar sobre mi carrera y mi futuro, como un caballero de cuento de hadas. Creo que fue el mejor sábado de mi vida. Me sentí completa, pero a la vez, parte de algo más grande que los dos juntos. Te agradeceré eternamente tus palabras y todo el tiempo que compartimos y soñamos con hacer casas en el aire, como dice la canción. Me ayudaste a pensar con claridad y no conformarme con metas simples. Es por esto que confío en que comprenderás mis motivos para no irme contigo el día de hoy. Se que hoy no tengo gran cosa, pero no puedo comenzar de cero nuevamente. No puedo retroceder lo poco que he avanzado, huyendo con un jardinero pobre como mi madre. Aunque esto no me devuelva las horas maravillosas que pasé contigo, tu me hiciste ver que no hay que perder de vista las metas, si queremos lograr lo que queremos en la vida.  Tomé el horario de fin de semana para poder pagar mis estudios. ¡Estoy tan emocionada!

Lamento no haber podido hablar contigo en persona, pero se me hizo muy difícil. Gracias por todo. Te llevo en mi corazón.

                                                                                                         Lucía.

PD. Entenderás que no puedo utilizar tus servicios, pero ¡adelante!, tienes talento para ese trabajo. Te dejo el dinero por los geranios y los girasoles. Cada vez que los vea, me acordaré de ti. Suerte en tu vida y un beso.“

Al final del día, David se acomodó en su sillón de cuero y admiró la espectacular vista desde su escritorio al caer el sol. Casi no quedaba nadie en la oficina. Abrió su cajón y releyó la carta. Ya se la había aprendido de memoria. Inclusive la repetía mentalmente utilizando la voz de ella. La imaginó escribiéndola, leyéndola, dejándola sobre las flores antes de salir a trabajar. Una fuerte emoción nubló su vista por unos segundos, pero se repuso enseguida. Cuando transcurrió el tiempo suficiente para superar la tristeza, se sintió afortunado por lo que pudo aprender y experimentar en tan poco tiempo. Por haber encontrado nuevas emociones y haber sufrido nuevos dolores, por haberse sentido tan vivo.  Por Lucía.




Todos los relatos son reales. Todos menos uno.