Pasa el tiempo e
inexorablemente nos hacemos mayores. Pasa el tiempo y nos desgastamos
definitivamente. Pasa el tiempo y cada segundo puede ser el último de Don
Gonzalo Uzcátegui. Cada gota de suero es la última caricia que recorrerá sus
venas y cada centímetro de oxigeno le sumará un par de minutos más al dolor de
vivir muriendo. La tentación es grande, pero Gonzalo no puede darse el lujo del
último suspiro. No aún. No con semejante deuda.
¿Qué objeto tiene la vida si
no puedes comunicar al mundo que existes y que miras las mismas estrellas? La
vida no es suficiente para que haya esperanza. Mientras todavía pueda
comunicarse, el viejo espera que su amigo Manuel llegue a tiempo antes del
desenlace. Cierra los ojos con fuerza y oye a Manuel cruzando el Atlántico,
mira a Manuel aterrizando en las montañas, huele a Manuel en camino de pagar el
último favor.
-
¿Se encuentra bien, Don
Gonzalito? Le pregunta suavemente la Naty, con la prudencia con la que se deben
preguntar las cosas a los fantasmas. “Ya debe verme más muerto que vivo” piensa
Gonzalo para sus adentros y abre los ojos.
-
“Todo está bien niña Naty”, le
dice con cariño a la gordita estudiante de enfermería que su fiel esposa
Josefina consiguió gracias a la ayuda del párroco Vicente. Pequeñita, pero con
unos brazos capaces de mover quintales de tierra y kilómetros de cielo. No se
diga a un cuerpo de perro flaco en el que se ha convertido. “Solo estoy
haciendo las paces con el Señor”, le dijo para congraciarse con la pequeña
curuchupa que le acompaña.
Durante las últimas ocho semanas, hicieron una buena
liga los dos. De esas amistades eternas que duran una agonía. Ella le contó de
sus estudios, de su obsesión con el servicio a la parroquia, de las largas
horas con el curita limpiando paredes y pisos para la procesión, de los sueños
de entrar al reino de los justos de mano del Padre Vicente. Joven español de
ojos claros y acento de traducción vieja que hacía delirar a la congregación
femenina y que ocasionó más de una disputa por las primeras bancas de la
iglesia. Cuando hablaba del párroco, los ojos se le abrían y brillaban, el tono
de voz se levantaba orgulloso y hasta encontraba las palabras rebuscadas para
adornar la labor divina de ese hombre de mil maravillas. Sin lugar a dudas la
Naty estaba enamorada del Padrecito Vicente. Don Gonzalo lo olió a leguas, pero
decidió no decirle nada. ¿Quién era él para romper los sueños y el corazón de
otra mujer? Con santa paciencia, escuchó las proezas del santo y de su devota
más ferviente. Revivió con sus relatos la pasión de sentirse parte de algo más
grande y la eterna espera de una palabra, un gesto, una mirada. “Por lo menos
se merece eso, una mirada de amor”, dijo para sí el moribundo el lunes pasado,
antes de dormirse.
El martes por la mañana, Don
Gonzalo se despertó de buen ánimo. Obedeció todos las órdenes de la Josefina y
se tomó todos los remedios que le dio Natalia. Sin chistar. Y con buena cara.
Por la tarde, le contó una larga historia sobre el Señor de Andacocha y los
cientos de milagros que ha obrado a su alrededor. Le preguntó si ella podía oír
una confesión muy personal.
-
“Yo no quiero morir sin haber
visto una última vez al Señor de Andacocha, Natalia. Ya le he dicho a la
Josefina, pero tan buena mujer que es, no quiere estropear mi dolorido cuerpo
llevándome ante su altar. Dice que no voy a poder resistir, pero yo sé de los
prodigios de su manto ante las causas perdidas, y si no me sana, por lo menos quiero
terminar mi vida en estado de gracia. Solo tú sabes lo importante que es.”
Natalia miraba y escuchaba cruzada de brazos con su uniforme blanco. Cerraba
los ojos y asentía. Se llevaba las manos al corazón y mascullaba el rosario. Una
lágrima recorrió sus mejillas rubicundas.
“Natalia, ayúdeme a cumplir este deseo. Es el último pedido de un viejo que
ya no vale nada. Dios va a recompensar con creces la mano que des a uno de sus
siervos, porque ahí está Él. Mete la mano en el bolsillo delantero del abrigo
gris del ropero. Ese es un reloj valioso que perteneció a mi difunto abuelo,
dueño de las Haciendas de El Carmen. Quiero donar ese tesoro a tu parroquia y
al Padrecito Vicente para que en tu propio nombre siga haciendo sus buenas
obras.”
Natalia se levantó y se
dirigió al ropero. Ahí estaba el abrigo gris, señorial, pesado, de tela que no
provino de China. Palpó el reloj en sus manos, reloj de cuerda que enseguida se
puso a andar con una vuelta. Parece oro. ¿Será? “Con esto cuanto puede hacer el
Padre Vicente”, pensó Natalia. “Y todo esto sería con mi plata. Yo, la
benefactora de la parroquia, como las señoronas que le llevan regalos al párroco
y le invitan a sus casas a almorzar.”
A regañadientes aceptó Natalia
ayudar a Don Gonzalo a cumplir su última voluntad. Aunque su corazón ya había
decidido, se hizo de rogar un poquito, pero nunca habló de devolver el reloj a
su sitio original. Bajo la dirección del moribundo, hizo varias llamadas,
algunas de ellas de larga distancia, con la información que le iba dando. “Si
hasta en clave parece” murmuró entre dientes mientras leía la hoja de cuaderno
con los dictados de Don Gonzalo.
El plan sin riesgo –aparente-
es el siguiente: El jueves al medio día, vendrá un antiguo amigo de la familia,
Manuel Sáenz, para llevar a Don Gonzalo en su auto hasta la Iglesia de
Andacocha. Los jueves son los días de consagración de las siervas de la
parroquia y se reunirán en casa de Maruja para preparar el almuerzo con el
Padre Vicente, por lo que Josefina estará al menos 4 horas fuera de casa. Dios
sabe que en estos momentos de dolor y sufrimiento, más se requiere de la
oración y de la devoción. Natalia se quedará en la casa esperando el regreso de
Gonzalo, atenta por si Josefina se adelanta. Si la Doña regresa antes, Natalia
le llevaría de urgencia a la parroquia, mintiéndole una emergencia de
proporciones celestiales.
A las once de la mañana,
Josefina besó en la frente a Gonzalo y se despidió. “Hasta luego mi vida, voy a
rezar por ti y por el milagro de la vida que nos ha dado juntos. 53 años en las
buenas y en las malas, juntos en la vida y en la muerte. Yo vengo temprano y te
traigo las ricas colaciones de la Maruja, que sí puedes comer. Natalia,
cuidarale bien a mi Gonzalito. Ya regreso.”
Natalia puso el plan en
marcha. Con la fuerza de sus brazos y rapidez de su entendimiento, vistió a Don
Gonzalo de punto en blanco. Un pantalón café, camisa blanca y pañuelo de seda
que disimule su piel colgada. Había traído un poco de agua bendita para peinar
los pocos pelos blancos que le quedaban y de la sacristía un chorrito de la
colonia del Padre Vicente que disimuló el olor a muerte. Estaba realmente
guapo. “Listo, Don Gonzalito, eso sí llévese el tanque pequeño de oxígeno, que
sin eso no puede estar. Ya le puse dos bolos del analgésico para que le dure el
camino, pero me promete que está de regreso antes de las 2 y media. Con eso
todos estamos bien, hasta su Señor de Andacocha.”
A las 11 y quince apareció
Manuel Sáenz. De gafas, con una maleta de cuero, con la respiración agitada. Natalia
le llevó al cuarto principal. En cuanto vio a Gonzalo, paró en seco y se llevó
la mano a la boca como evitando un grito, pero se repuso de inmediato y se
lanzó al abrazo con una sonrisa fingida. “Tanto tiempo sin saber de ti, mi
hermano del alma. No hay como descuidarse, que de repente la vida te trae
semejantes sorpresas. No entiendo porqué no me llamaste antes.” Le dijo al oído
con un tono lastimero.
Natalia ayudó a bajar la silla
de ruedas por las pocas gradas que les separaban de la puerta de calle. Ni ella
entendía la fuerza de sus brazos cortos, pero podía levantar igual que un
hombre. Ni más ni menos. Metieron a Gonzalo al vehículo alquilado y partieron
con rumbo sur.
-
“Puedes darte cuenta por mi
estado, Manuel, que no estaba exagerando. Gracias por hacer este viaje al
apuro, mi hermano, pero si te demorabas, tampoco me despedía de ti.”
Manuel fue socio de Gonzalo
durante mucho tiempo en su pequeña empresa metalúrgica. Por más de 25 años
compartieron utilidades, proyectos y pocos secretos. Uno de ellos fue Sofía, la
secretaria personal de Gonzalo, que llegó a su vida y a la empresa para
quedarse de largo. Gonzalo ya era un hombre maduro, bien casado, con hijos
grandes. Sofía era una joven que contrajo matrimonio y divorcio sin pena ni
gloria. Delgada, apagada, insípida, concentrada en su trabajo y en leer novelas
románticas. Vivía sola en un pequeño departamento con macetas en el balcón,
donde todo estaba en perfecto orden al compás de sus discos de música
instrumental. Trasladó su sentido de organización a la empresa y fue un gran
apoyo para la gerencia. Tanto se “puso la camiseta”, que la oficina fue su
segundo hogar y encontró respeto, realización y un amor que hasta entonces no
había experimentado. Claro, no fue un flechazo a primera vista, pero no pasaron
muchas lunas hasta que Gonzalo puso cualquier pretexto para acercarse a ella.
Seguramente Gonzalo escarbó en sus sencillos ojos cafés y se enamoró de su
ingenuidad, de su ternura, de la suavidad con que trabajaba y amaba.
Manuel se hacía de la vista
gorda y aunque sabía que no eran necesarias las horas extras de cada noche, terminó
por comprender la afinidad, la amistad, la pasión inexplicable que surgió entre
dos personas tan diferentes y a pesar de sus circunstancias frente a la
sociedad. En realidad, hacían una pareja compacta, sin dramas e implícitamente
respetable frente a sus compañeros de trabajo. Eran los mejores amigos, los
compañeros más eficientes, los amantes más perfectos y los confidentes más
fieles. Su amor no se vio empañado por las cosas domésticas de un matrimonio,
ni por el tiempo que consumen los hijos, los celos o el tedio. Tampoco vio la
luz de la legalidad y del reconocimiento social, pero a ninguno le importó.
Para eso ya tenía Gonzalo su familia y Sofía su soledad.
Pero una historia de amor es
como un bote en alta mar, no puede permanecer inmóvil frente al viento y las
olas. Poco a poco el comportamiento de Gonzalo tuvo cambios imperceptibles que,
a través de los años, terminaron convirtiéndolo en otra persona, más apegada al
mundo de Sofía que al que había planificado Josefina para su retiro. Cuando el
último de los hijos voló del nido, el matrimonio empezó a hacer agua. Un martes
de tarde, Josefina entró a la oficina como un huracán y enfrentó a Gonzalo,
delante de los socios, de los empleados y de ella. En pocos meses se concretó
la venta de la pequeña empresa, se pagaron las deudas, se repartieron las
utilidades y se dijeron hasta siempre Gonzalo y Manuel.
Gonzalo y Josefina se fueron a
vivir a la hacienda. Gonzalo tuvo la previsión de asegurar una pensión mensual
a Sofía, lo suficiente como para que nunca le falten nuevos geranios en el
balcón o música que escuchar. Como era de esperarse, las visitas se hicieron
cada vez más espaciadas, los mensajes más escasos, los ramos de flores casi
inexistentes. A pesar que Don Gonzalo nunca se hubiera divorciado o hubiera
tomado una decisión que lastime a su adorada Josefina, no pudo quitarse a Sofía
del corazón. Era como si alguien hubiera separado con tijeras a dos almas unidas
al nacer. Estaba a punto de escribir a Sofía una carta, cuando un dolor agudo
lo tumbó al piso.
Luego de varios meses entre
hospitales, exámenes y viajes sin sentido, el diagnóstico fue confirmado en más
de un idioma: cáncer. Una enfermedad muy agresiva que le daba tiempo nada más
que para arreglar sus herencias y para despedirse de su familia. Pero él tenía pendientes
que arreglar con Sofía.
Cuando llegaron al pequeño
edificio de cuatro pisos, Gonzalo pudo jurar que vio sus ojos cafés colgados de
la ventana. O eso fue lo que le dijo a Manuel cuando empujaba la silla de
ruedas al ascensor. También hubieran podido ser las medicinas, pensó, pero
pronto lo iban a averiguar. Tocaron a la puerta y una Sofía enteramente vestida
de negro abrió la puerta a sus antiguos jefes y los invitó a pasar. Su rostro
lucía más apagado que antes y parecía haber envejecido un siglo, pero la
sonrisa de siempre volvió a aparecer y a iluminar la habitación. En la sala,
los amantes se abrazaron largamente sin decirse una palabra. Manuel entendió
las señales y se encerró en el dormitorio hasta que sea hora de la inminente
partida.
Manuel permaneció callado y
quieto en una esquina de la habitación mientras duró la conversación. A pesar
de lo delgado de las paredes, no pudo sino escuchar fragmentos de frases, de
oraciones mezcla de perdones y despedidas. Ella siempre supo cuál era su lugar
y nunca quiso que el mundo de Gonzalo se viniera abajo, ni hacerle daño a
Josefina ni a sus hijos. Mientras Sofía le agradecía por haber encendido en
ella una luz que finalmente la hizo sentirse apropiada en el mundo, Gonzalo le
decía una y otra vez que ella se merecía sus más tiernas miradas de amor, que
cambió su vida para siempre y le hizo sentir que su propósito fue más que ser
un empresario, un esposo y un padre, sino sentirse en completa comunión con
otra persona. Y que se despedía tranquilo sintiendo su propósito cumplido.
Muchas cosas fueron dichas y tantas más fueron calladas. Otras fueron lloradas
y varias fueron reídas a carcajadas, como si el tiempo no se les hubiera
acabado ya. Manuel también lloraba, apoyada su cabeza entre las rodillas,
sollozó como un chiquillo ante la certeza de estar frente a un sentimiento
infinito, incomprensible, pero que sin embargo lo desea de una manera
inexplicable. Llora al entender que ese amor no es para todos.
El tiempo no perdona y aunque
en esta ocasión hubiera querido perdonar a este amor maltrecho, era hora del
adiós final. “Adiós, Don Gonzalo”, le dijo ella y le besó en la frente. “Hasta
siempre, mi amor”, le respondió el viejo con la voz débil y quebrada.
Más de doscientos asistentes
tuvo el velorio de Don Gonzalo Uzcátegui. El rito fue cumplido bajo la amable
intervención del Padre Vicente, quien al ser considerado como párroco de la
familia, brindó un sermón lleno de anécdotas y estampas de Don Gonzalo, de
Josefina y de sus distinguidos hijos y familiares. Habló de la rectitud, del
apego a las tradiciones y a los altos principios que siempre supo transmitir a
quienes lo rodeaban. Habló de la muerte en paz, de siembras y cosechas. Nunca
hay muerto malo. Natalia estuvo muy elegante, con un traje nuevo hecho a su
medida. Su primer traje.
Luego de la ceremonia, todos
salieron al patio a terminar el rito social del pasaje a mejor vida. De manera
muy discreta, Manuel regresó a la sala de velación, se acercó al féretro y lo
abrió. Sacó de su traje negro un geranio de color rojo intenso, arrancado de la
maceta esa misma mañana. Tuvo cuidado de no estropearlo y lo depositó con
cuidado en el bolsillo interior de la última chaqueta de Don Gonzalo, junto a
su corazón.
Todos los relatos son reales, todos menos uno.