Friday, December 27, 2013

"Por la Plata Baila el Perro"

Una vez que comienza el día, los teléfonos no dejan de sonar. Las asistentes corren apresuradas por los pasillos en sus tacos altos y faldas estrechas. Juliana aprieta el paso con el macchiato que espera impaciente su jefe, mientras negocia por teléfono una reservación en el restaurante de moda y retira al paso las carpetas amarillas que le han pedido para la reunión de la mañana.

No es lugar para alguien que no le guste el ruido y la presión. Los 85 ejecutivos que trabajan en la firma de inversiones no se despegan de sus laptops, de sus smartphones, de las últimas noticias, de sus egos inflados; de lo que sea que demuestre que están totalmente integrados al mundo. Por lo menos al mundo que “vale la pena”.

Casi un centenar de  individuos compitiendo por sobresalir, por ostentar una pizca más de poder que el resto. Ropas, joyas, tecnología, autos, son niveladores instantáneos del status y todos se pelean por conseguirlos. “Lamentablemente, cuando los tengan, ya habrá otro modelo, otra moda, otro juguete; seguirán en su eterna búsqueda, como ratones en su rueda”. Pensó divertido David desde su oficina de cristal. “Mientras sigan girando, seguiremos ganando”.

David entró al sector financiero apenas graduado de la universidad. Era un joven muy ambicioso y logró que lo contraten en una de las empresas de élite. Por supuesto, empezó al final de la cadena alimenticia, en el cuarto de correspondencia y archivo, donde pasó los primeros cuatro años de su carrera. En realidad fue el mejor lugar en el que pudo empezar. El departamento de correspondencia recibe y entrega toda la información de la empresa y de quienes trabajan en ella. La información es poder. Y David la utilizó para saber a quien persuadir, a quien desechar, a quien adular y conseguir su primer cubículo con salida al pasillo.

Decidió que el amor y otras futilidades pueden esperar y se lanzó de cabeza en la laguna de los horarios sin horario, del teléfono siempre encendido, de la competencia desalmada que consigue a los clientes más apetitosos. Una vez que se corrió la voz sobre las habilidades financieras de David, muchos clientes pidieron que sea él quien maneje sus inversiones. Su comportamiento obsesivo hacia el trabajo y las utilidades, había llamado la atención de las personas correctas y en poco tiempo le encargaron el manejo de un grupo importante de cuentas.

Al final de su treintena, David lo había logrado. Tenía personal a su cargo, manejaba automóviles último modelo, vivía solo en un lujoso penthouse el sueño húmedo de su generación. Podía pedir y tener todo lo que quisiera y David pidió más de lo mismo, porque el poder es la droga más adictiva. Pronto, el más grande de los cubículos le quedó pequeño y gracias a su habilidad de mover los hilos adecuados, tomó el riesgo de establecer su propia firma de inversiones, con los mejores clientes, contactos y empleados con los que pudo hacerse luego de 20 años de trabajo.

Una tarde de mayo, finalmente consiguió su oficina propia con paredes de vidrio y vista a la calle. El rotundo éxito le esperó con chofer a la puerta, jet privado, lugares exclusivos. Le pareció que era el momento de entablar una relación más duradera que los ocasionales encuentros de unas horas en fin de semana. Quiso conocer más a profundidad a una mujer, pero cuando profundizó con las opciones que tenía, no le gustó lo que encontró. Con su olfato desarrollado para percibir la ambición, le pareció que la inversión era demasiado alta, frente a los rendimientos no asegurados que una de esas mujeres le podría brindar.

David era el primero en llegar y casi siempre el último en irse. Desde su nueva oficina observaba a cada uno de los miembros de su equipo. Los que se pudieron graduar con varias becas, los hijitos de papá, las madres solteras, los jefes de familia. Todos enfocados en parecer inteligentes y agradar al gran jefe, que en esa carrera no todos van a llegar a la meta. David los veía trabajar, enfrascados en los mismos oficios en los que él había dejado tiempo y pellejo. Había sacrificado familia, amistades, vacaciones, por sentarse en su silla. ¿Había valido la pena? Ahora una llamada suya puede mover cientos de miles de dólares, su firma en un papel puede hacer o deshacer años de proyectos y sueños.

Había hecho ese trabajo día tras día, por años, por décadas y de pronto había perdido el gusto de hacerlo. El cerrar un contrato, el conseguir nuevos negocios ya no le provocaba mariposas en el estómago. A decir verdad, la fabulosa vista desde su departamento, el viento en la cara desde su convertible, las maravillas del mundo habían terminado por aburrirle y no encontraba aquello que le haga sentir nuevamente el vértigo de la cacería. Tal vez se estaba volviendo viejo y lo que quería ya no se podía comprar con dinero.

Por un momento al día, sentía la presión de las decisiones urgentes, como una roca atada a su cuello. En esos minutos, deseaba cambiarse por cualquier otra persona que no tenga que decidir sobre algo tan abstracto como un medio punto de la tasa de interés. Pero toda su vida había girado en torno a sus conquistas profesionales, como para creer que no era lo que en realidad quería. Si no, ¿porqué más habría trabajado tanto y tomado todas esas decisiones? Giró su silla hacia la ventana para alejar semejantes pensamientos y lo vio.

Encorvado, curtido por el sol, con callos en las manos. El jardinero estaba podando con pasmosa tranquilidad las cuidadas plantas del jardín corporativo al que los ejecutivos tenían acceso para “liberar tensiones”. El pequeño hombre rebuscó en su mochila de cuero y encontró la tijera apropiada para cortar la terquedad de los tallos de rosas. De igual manera, con meticulosidad de cardiólogo, dio forma a las matas de buganvillas para que continúen su eterna búsqueda del cielo. Al terminar, estaba cansado, sudoroso, pero antes de irse, se dio el tiempo para acariciar suavemente a las orquídeas e inclusive para hablarles al oído. Su rostro reflejaba la profunda satisfacción de admirar el resultado inmediato de su esfuerzo.

¿Es posible recuperar el entusiasmo? Por supuesto, dijo David para sus adentros, “es cuestión de encontrar una nueva meta.” En seguida llamó a Juliana para encomendarle un proyecto urgente. Y confidencial.

“En esta época, el conocimiento está en la punta de los dedos”, pensó David para sus adentros, mientras se graduaba de uno de los tantos cursos rápidos de jardinería en el Internet e imprimía su licencia de operación. En el parqueadero privado de su edificio, aguardaba una van diseñada a medida y equipada con las herramientas más sofisticadas que se pueden conseguir, con heladera incorporada, equipo de comunicación y rampa mecánica para la cortadora de césped eléctrica de última generación.

Las últimas semanas habían vuelto a ser emocionantes para David. No solo estaba de buen humor, sino genuinamente interesado por todo lo que pudiera aprender sobre jardinería, desde la carpintería básica del tema, hasta conceptos de diseño y distribución de las plantas de acuerdo a la ubicación geográfica. Todos los días sabía algo nuevo y esta motivación lo llevó inclusive a mantener largas charlas con el personal de su oficina, con quienes no se le hubiera ocurrido pensar que compartían algún interés.

A mediados de agosto, David se sintió preparado para ejercer su nueva y anónima profesión. No solo fue el haber encontrado un pasatiempo al que ansiaba dedicarle tiempo que supuestamente nunca existía, sino el hecho de pretender ser alguien diferente.  Y más aún, alguien humilde, con un trabajo que exige esfuerzo físico antes que intelectual. En su fuero interno, David siempre había pensado que el éxito es cuestión de actitud, que no importaba la procedencia, ni la raza ni el status, sino la perseverancia y la habilidad. Bueno, estaba muy cerca de probar su hipótesis.

Se enlistó con su nombre falso y su certificado verdadero, en un sitio de ofertas laborales. Por supuesto, por Internet. Esa misma noche recibió varias respuestas averiguando precio y disponibilidad. Tenía de donde escoger. “¿Cómo hay crisis, habiendo tanto trabajo?” fue lo primero que pensó, pero en seguida se recordó a si mismo que tenía un objetivo diferente. Contó hasta siete y abrió el octavo e-mail. “Por la dirección, el patio debe ser grande y con plantas de todo tipo, es uno de los barrios más exclusivos”, se dijo David. Y fijó la cita para el sábado a las 10.

Quince minutos antes de la hora, David se acercó al lujoso cerramiento de la casa y timbró. Había mantenido reuniones con hombres y mujeres millonarios dentro y fuera del país, pero no recordaba que le hubieran temblado tanto los dedos. Le contestaron enseguida, no le dieron tiempo siquiera para arrepentirse. Confiado en que la jardinería es un trabajo que cualquiera puede hacer, estacionó en el espacio en el que el personal de servicio le había designado.

Por primera vez, nadie le ayudó a bajar las herramientas, ni tuvo asistentes que prendieran la cortadora de césped por él. La semana pasada, David había imaginado que conocería personalmente a los dueños de casa e inclusive había fantaseado sobre las conversaciones que tendría con ellos, como si aquella hubiera sido una cita de negocios. El grito de la ama de llaves lo devolvió a la realidad sabatina. En una de sus maniobras de principiante, había cortado una costosa manguera con su maquinaria de última tecnología. Definitivamente debía haber practicado un poco más, luego de haber leído las instrucciones. Aguantó la bravata lo mejor que pudo, terminó de cortar el pasto interminable de esa casa y trató de disfrutar la podada de los ficus de la entrada. Un cálculo rápido – a ojo de buen cubero – le devolvió los resultados tangibles de la operación: ingresos menos gastos variables, costos fijos e insumos utilizados, $20 a favor. Sin contar con el expendio adicional por la reposición de la manguera, ni con la deshidratación de 4 horas bajo el sol canicular, había sido una experiencia desilusionadora. Estaba comprendiendo la crisis.

Como David era una de esas personas que piensan que las caídas son el mejor pretexto para levantarse, se dio un largo baño, abrió una botella de Cristal y pensó en como mejorar los resultados. Lógicamente, usaría una estrategia diferente.

El siguiente sábado llegó y nuevamente, la ansiedad de lo desconocido. Esta vez había escogido un barrio de menor categoría, con un patio discreto y casi ninguna planta. Cortar el césped no le llevaría más de una hora, pero de todos modos hizo la cita en un mejor horario que la semana pasada. Llevó agua en cantidades industriales y un par de horas de experiencia práctica sobre el manejo de la cortadora de césped y el resto de herramientas.

Encontró la casa sin dificultad, a pesar del sinnúmero de calles que albergaban hileras de viviendas, todas idénticas. La casa en mención estaba cerca de una esquina y tenía en el frente un árbol viejo de Magnolia. Estacionó bajo la sombra y caminó hacia la puerta de entrada. Esta vez sí lo recibió la dueña de casa.

Lucía era una mujer menuda, de pelo largo ondulado recogido en una cola y una sonrisa tímida sin gota de maquillaje. Sus pecas denotaban años de despreocupación bajo el sol y la vanidad en el carmín de sus uñas de lavaplatos, no se compadecía con las labores domésticas de la clase media. Esa mañana de sábado vestía un ligero vestido de flores azules y verdes y olía intensamente a tocino y panqueques. David nunca había tratado a una mujer así. Así de común.

Mientras le enseñaba los linderos del patio y le indicaba las ramas del árbol que debían ser recortadas -dentro del presupuesto que previamente habían negociado-, Lucía soñaba en voz alta con los jardines que quería tener en ese patio diminuto. Junto a la ventana de la cocina, quería plantar girasoles para poder verlos cuando lave los platos. Junto a las raíces del árbol, quería un círculo con gardenias de colores y colgando del madero del pórtico, había mencionado macetas con palmeras enanas. David supo interpretar sus antojos dispersos como un evidente deseo estético, que ni su presupuesto ni sus antecedentes le permitían. David le ofreció una cotización razonable que incluyera las plantas y la mano de obra, y se puso a trabajar con entusiasmo. Se encargó del pasto y de las ramas viejas. “En realidad el árbol no esta tan viejo,” pensó, “solo necesita un poco de atención”. Sacó los costales para recoger las hojas secas y las ramas que habían caído al suelo, cuando vio a Lucía por la ventana. Limpiaba los pisos, aspiraba las esquinas, lavaba los platos, entraba y salía de la cocina; mientras cantaba desafinada la canción de moda que sonaba en la radio. A pesar de tanto ajetreo, sonreía. David pensó en demorarse un poco más, solo por verla sonreír de nuevo, cuando ella se acercó a la ventana y lo llamó con la mano. David entró a la cocina y percibió el aroma inconfundible de un recuerdo. Lucía había horneado pastel de chocolate y el aroma inundaba la pequeña casa. Por insistencia de Lucía, David se sentó a la mesa con ella y probó el pastel con gaseosa. Es curioso como un olor, un sabor, una imagen pueden desatar una cadena infinita de memorias. El calor de la cocina, la humedad, el chocolate, llevaron a David a su infancia, cuando era más importante el manjar sencillo que la lujosa vajilla en la que estaba servido. Cuando el propósito de compartir tenía más valor que el oro de los cubiertos que ahora tenía.

-       Gracias por acompañarme, - dijo Lucía. – detesto comer sola, sobre todo si es pastel - Sería absurdo hornear un pastel para una persona, ¿verdad?

-       Gracias por la invitación –contestó amable David – hacía tiempo que no probaba un pastel tan bueno. ¿Vive usted sola en la casa?. David sabía que las personas por lo general contestan con honestidad las preguntas sorpresivas, porque se sienten obligadas a responder con la misma velocidad.

-       Vivo con mi esposo. Pero tenemos horarios diferentes. Cuando salgo a trabajar, él duerme. Cuando regreso, él ya se ha ido. Por eso debe ser que nos llevamos tan bien. – lo dijo Lucía con una media sonrisa. Bueno, basta de charla, que hay mucho por hacer en una casa. Gracias señor por el trabajo, me ha gustado ver el patio tan limpio y ordenado. ¿Si hacemos un contrato por dos cortes al mes, podríamos negociar una mejor tarifa?

Por lo visto, Lucía también utilizaba el truco de las preguntas sorpresivas y le reconoció esa habilidad. Quedaron en dos cortes al mes, sábados por la mañana, 15% de descuento por cliente frecuente. Y una ansiedad que David se llevó con él, así como el perfume pegajoso del chocolate.

El día lunes encontró a David animado, entusiasmado, con una energía indefinible que lo hacía inclusive atractivo, como si se hubiera renovado desde adentro hacia fuera. El miércoles le hicieron notar que estaba sonriendo con más frecuencia, pero lo hacía no solo por los nuevos contratos que la empresa había conseguido, sino porque estaba más cerca del sábado. El jueves se tomó la tarde libre para escoger las mejores plantas de girasol y recoger los geranios importados que había ordenado para Lucía. Al salir de la tienda, recordó que aun le faltaba más de una semana para su cita. “No importa”, se dijo en voz alta, “no hay peor gestión que la que no se hace”.

Puntualmente, el sábado tocó el timbre de la casa, con macetas y plantas en mano. Quería sorprender a Lucía. Tocó la puerta, por si el timbre estuviese dañado, pero no obtuvo respuesta. Esperó más de diez minutos en los que la desazón lo consumió y se arrepintió por haber apresurado sus emociones. Nada bueno resulta de la impulsividad. De todos modos llevó las plantas al jardín, para que Lucía las viera cuando regrese.

Dio la vuelta a la casa sin cerramiento y caminó apesadumbradamente hacia el patio trasero. Entonces la vio, en mallas de deporte, con su largo pelo alborotado, gafas y la música a todo volumen en sus auriculares. Estaba sentada en el suelo del porche tratando de armar una repisa de cinco pisos en los quince minutos que prometía la caja importada de la China. David sonrió y se acercó despacio sin saber si quería sorprenderla o seguirla espiando mientras cantaba a todo pulmón un bolero viejo, tan viejo como el deseo.

-       ¡Hey!, - gritó Lucía, olvidando sus audífonos – ¿era hoy el corte? El césped no está del todo mal – dijo en su tono de regateo.

-       Como está, Señora Lucía. Pasaba por el barrio y quise venir a mostrarle los girasoles y geranios de los que habíamos hablado – dijo David con seguridad, pero un poco mosqueado por su falta de originalidad bajo presión. ¿Está armando una repisa? – preguntó al tiempo que pensaba que esta mañana no era precisamente su momento más lúcido - ¿Quiere que le ayude?

-       Muchas gracias, vino en el momento preciso en el que le daba la razón a mi marido cuando me llamó inútil y arrebatada. ¡Es que no puedo esperar tres meses más hasta que él encuentre el tiempo y el momento perfecto para armar la bendita repisa! La caja dice quince minutos. No entiendo como no se pueden programar quince minutos en un día, no se diga en 90. – dijo Lucía evidentemente alarmada – Se levantó del suelo y entró a la casa. 

David miró las piezas del armario y las organizó de acuerdo con el orden de aparición en el manual de instrucciones. Leyó primero de corrido el manual y luego lo volvió a leer, armando paso a paso el mueble. Se aseguró que quede firme para colocar sin riesgo las macetas con los geranios. Retrocedió unos pasos para mirar la repisa y sintió la satisfacción del trabajo terminado.

Intempestivamente, Lucía se apareció por la ventana de la cocina y le dijo con la sonrisa más bonita que haya visto en su vida: ¡Que maravilla! Ya decía yo, que es una cosa tan simple que lo podía haber hecho en el medio tiempo del fútbol, durante las propagandas o luego de salir con el tarro de basura, que de todas maneras no lo hace. ¡Muchísimas gracias! ¿Quiere pasar a tomar una limonada?

Ese fue el inicio del sábado que quedó para siempre en su memoria. David no hubiera pensado que tuvo que esperar casi 50 años para sentir por primera vez el miedo y el placer de no tener control sobre su propia vida. En la humilde mesa de la cocina, conoció a Lucía como si ella hubiera sido parte de su vida desde el inicio de los tiempos. Supo de su infancia difícil acompañando a su madre que cosía ropa para los ricos y de su juventud inquieta buscando el mejor pretexto para escapar del desorden de un padre ausente. Aprovechó sus genes privilegiados y se fugó con el primero que le ofreció un apellido y un poco de estabilidad. Lucía pensaba que había llegado lejos, tenia ahora una casa, un esposo y un patio. Pero en el fondo se sentía incómoda porque su pequeña fortuna ya le había quedado corta. Había empezado a trabajar en una lujosa tienda de departamentos, como dependiente de la sección de ropa infantil. Gracias a su buena apariencia y su habilidad para interrelacionarse, pronto la ascendieron a la sección de carteras y zapatos. “Deseamos lo que observamos”, le dijo Lucía, parafraseando a un protagonista de película. “Y yo deseo sobresalir, ser como esas señoras elegantes, conocer y conseguir más de lo que tengo. Deseo la belleza, el orden y sentir que he hecho algo de lo que estoy orgullosa. Pero para mi esposo eso significa un plasma más grande. Pero es mejor así, porque dependo solo de mi”, lloró Lucía sobre el hombro de David y le confesó su secreta ambición de estudiar por las noches. Por supuesto, su marido se había burlado y había decidido gastar el dinero en un nuevo tubo de escape para su camioneta.

David hizo todo lo que pudo para consolar a Lucía. Le contó cientos de fábulas en las que el esfuerzo y la constancia llevan al éxito. Le aseguró que obtendría lo que quería siempre que mantenga su meta a la vista y sus ojos abiertos a las oportunidades. Le secó las lágrimas y le aseguró que todo iba a estar bien. Invariablemente esta conversación finalizó en el dormitorio, donde las emociones y las ansiedades de ambos se compenetraron maravillosamente. El jardinero y la dueña de casa. Era algo tan equivocado que se hasta se sentía correcto. Sobre el cubrecama barato, David le pintó un futuro ideal en el que los dos eran el equipo perfecto que alcanzaría los proyectos pendientes. Soñaron despiertos bajo la sombra de la pantalla gigante y se embarcaron en viajes imaginarios hacia lugares que ella solo había visto en la televisión. Lucía se reía con más ganas cuando estaba desnuda y en la sobremesa del amor le prometió a David dejar a su esposo y comprometerse con su propio destino. A la hora del café siguieron haciendo planes descabellados y al final del día fijaron la fecha de fuga para la semana siguiente. El próximo sábado por la mañana.

David regresó a su departamento con cientos de pensamientos revoloteando sin orden. Había encontrado la pasión que le hacía falta, una mujer ambiciosa, trabajadora, hermosa y sensible. Sentía que todo lo que era y lo que sería, le pertenecía a Lucía. Sus bienes, su vida, su futuro, quería entregarle todo y mirar la ilusión en sus ojos traviesos y su sonrisa de niña pequeña. Miró a su alrededor. “Talvez la decoración actual no sea de su agrado. No importa, viajaremos por el mundo para comprar todo nuevo. Si no le gusta el edificio, compraremos una casa. Este será nuestro proyecto.” De pronto, un pensamiento oscuro invadió su alegría y corrió a la oficina para planificar su estrategia. David nunca le dijo que era adinerado, ni lo que hacía cuando no era jardinero. Nunca le contó a Lucía su historia, ni las motivaciones que lo llevaron hasta su jardín. Ella tampoco preguntó y en buena hora no tuvo que estropear su momento perfecto con una historia de locos. Anotó en su agenda para el día lunes la compra de un Jaguar del año, modelo limitado. “En cuando le entregue las llaves el sábado, ella olvidará esta mentira involuntaria. Además que es la primera que me ama a mi, no a mi dinero, no a mi posición, solo a mi” –sonrió satisfecho mirando a la ventana-. Regresó a su tarea y aumentó la lista con reservaciones de hotel, pasajes de avión, restaurantes, teatro, un par de conciertos. Juliana tendría una semana ocupada.

David se levantó antes de las cinco de la mañana. La ansiedad no lo dejó dormir y se dedicó a repasar mentalmente todo lo que debía hacer en las siguientes cuatro horas que lo separaban de Lucía. No quería olvidar ningún detalle, quería una escena de película, con final Disney. Se vistió, empacó todo lo necesario y salió con suficiente tiempo para recoger el ramo de girasoles que le había comprado.

Nuevamente frente al timbre de la casa, respiró profundamente y lo presionó. Dos, tres veces más.  “Talvez Lucía siga arreglando cosas en el patio trasero”, pensó en voz alta, “Se va a alegrar de no tener que hacerlo nunca más”. Caminó hasta la repisa de los geranios, pero no la encontró. Se asomó por la ventana de la cocina, pero tampoco estaba. A su izquierda, algo le llamó la atención. Un sobre blanco suspendido entre los girasoles, con su nombre escrito. El alma se le bajó a los pies y un frío intenso recorrió su espalda. La carta estaba firmada por Lucía:

“Querido David:

Es difícil para mi escribir esta carta, sobre todo luego del sábado pasado. Esa mañana llegaste en el momento preciso para consolarme y ayudarme a reflexionar sobre mi carrera y mi futuro, como un caballero de cuento de hadas. Creo que fue el mejor sábado de mi vida. Me sentí completa, pero a la vez, parte de algo más grande que los dos juntos. Te agradeceré eternamente tus palabras y todo el tiempo que compartimos y soñamos con hacer casas en el aire, como dice la canción. Me ayudaste a pensar con claridad y no conformarme con metas simples. Es por esto que confío en que comprenderás mis motivos para no irme contigo el día de hoy. Se que hoy no tengo gran cosa, pero no puedo comenzar de cero nuevamente. No puedo retroceder lo poco que he avanzado, huyendo con un jardinero pobre como mi madre. Aunque esto no me devuelva las horas maravillosas que pasé contigo, tu me hiciste ver que no hay que perder de vista las metas, si queremos lograr lo que queremos en la vida.  Tomé el horario de fin de semana para poder pagar mis estudios. ¡Estoy tan emocionada!

Lamento no haber podido hablar contigo en persona, pero se me hizo muy difícil. Gracias por todo. Te llevo en mi corazón.

                                                                                                         Lucía.

PD. Entenderás que no puedo utilizar tus servicios, pero ¡adelante!, tienes talento para ese trabajo. Te dejo el dinero por los geranios y los girasoles. Cada vez que los vea, me acordaré de ti. Suerte en tu vida y un beso.“

Al final del día, David se acomodó en su sillón de cuero y admiró la espectacular vista desde su escritorio al caer el sol. Casi no quedaba nadie en la oficina. Abrió su cajón y releyó la carta. Ya se la había aprendido de memoria. Inclusive la repetía mentalmente utilizando la voz de ella. La imaginó escribiéndola, leyéndola, dejándola sobre las flores antes de salir a trabajar. Una fuerte emoción nubló su vista por unos segundos, pero se repuso enseguida. Cuando transcurrió el tiempo suficiente para superar la tristeza, se sintió afortunado por lo que pudo aprender y experimentar en tan poco tiempo. Por haber encontrado nuevas emociones y haber sufrido nuevos dolores, por haberse sentido tan vivo.  Por Lucía.




Todos los relatos son reales. Todos menos uno. 

Friday, December 20, 2013

Corazón Loco

Era noche de locura en casa de los Morales. La encantadora pareja tenía planes por la noche, así que hay decenas de cosas por hacer: preparar a los niños, recoger a la amorosa abuela que los va a cuidar y emperifollarse para la gran gala de la crema de la crema en el Golf Club.

Con niños pequeños, no hay orden que aguante y entre gritos, sopa regada y juguetes en el piso, llegó la tan esperada niñera, con su hijo, el Señor Morales. Él es un hombre sumamente simpático, regordete, con un no se qué que le hace el alma de la fiesta en cualquier reunión. Don de gentes, le dicen, pero además, tiene la conversación fácil, una amplia sonrisa y actitud positiva. Su esposa, Gaby, es una mujer delicada, complaciente, enfocada en su familia, discreta. Adversa al riesgo y a la confrontación. Ella es la parte operativa, la que hace que las cosas pasen y que su marido haga la magia.

Carlos la ama profundamente y por nada en el mundo quisiera herirla con su realidad: lleva seis meses revolcándose con la exuberante vecina del octavo. Toda ella es pasión, un volcán en constante erupción en el que ansía desfogar las energías que le sobran a su paraíso del quinto piso.

Gaby es la mujer de su vida, es la llave de todas sus puertas, es la madre de sus hijos, para decir algo trillado. La otra es el amor prohibido, la cerradura que lo mantiene preso entre sus piernas de diosa morena. La una lo nutre, la otra alimenta su ego, la una lo apacigua, la otra lo agota. Tierra y fuego; sagrado y profano. No lo puede evitar y cada vez que puede, es un intenso sobre su cama, rapidito sobre su alfombra o un incómodo en su auto. Las palabras sobran cuando saben a lo que van y mientras dejan su ansiedad sobre las sábanas, van dejando sudores, temores, frustraciones, dolores. Luego de cada encuentro, Carlos sufre una intensa culpabilidad y se promete, como cualquier anónimo, “que será la última vez”. Sin embargo, luego de cada cita sabatina de sexo programado con Gaby, de cada conversación desabrida en la que le concede la razón sin pelea, del estricto cumplimiento del cronograma de la semana; siente que muere un poco y se apresura a sumergirse en el río revuelto de los brazos ajenos hacia una nueva carrera sin salida.

Durante la última semana, había estado evitando el contacto con el deseo, pero aquella tarde de sábado, en la que el agobio doméstico se hizo dolorosamente insostenible, la llamó al parqueadero antes de salir a recoger a su madre. Sexo a tientas, gemidos contenidos, movimientos frenéticos que lo conectaron con su fantasía de conquistador primitivo. Salió del edificio con una sonrisa, con la confianza renovada y la culpa a flor de piel, lista  para compensar a Gaby por todos los agravios cometidos en su nombre.

Regresó con su madre y como el padre y esposo modelo que siempre ha sido, organizó toda la casa y a sus ocupantes para que pudieran salir bellos y a tiempo para la glamorosa fiesta. Gaby lo admiraba por eso y siempre se preguntaba cómo lo hacía. Mientras se maquillaba, se felicitaba a si misma por el esposo maravilloso que la vida le había dado. “¿Cómo puedo hacer para complacerlo?” se preguntó frente al espejo. “A veces lo contradigo, lo celo de manera absurda, cuando a la final, él siempre tiene la razón, no debería darle más trabajo del que ya tiene” Luego de pintarse los labios con prolijidad, contestó  en voz alta, vocalizando sílaba por sílaba para que el lápiz labial se distribuyera mejor: “Soy el ama de casa perfecta que se merece mi marido”.

Se levantó con una sonrisa y se miró por última vez de cuerpo entero para comprobar que estaba perfectamente vestida y calzada para la ocasión. Se despidieron de la abuela y de los niños y bajaron apresurados hacia el parqueadero.

Carlos se subió al volante y salió del edificio. Gaby le comentó los últimos chismes que sabía sobre las amigas del colegio, mientras retocaba su maquillaje en el espejo del auto. Ambos charlaban animadamente, Carlos le relató el más reciente drama de su oficina, relacionado con el Gerente Comercial y unas cotizaciones perdidas que le costaron el puesto la semana pasada. Lo pasaban muy bien juntos, solo que a veces no lo recordaban.

El automóvil paró frente a un semáforo y al mirar hacia su derecha, Carlos alcanzó a ver con el rabillo del ojo izquierdo, la punta de un zapato de color plateado. “¡Ay Dios!” pensó para sus adentros y respiró profundamente para no desmayarse mientras una oleada de adrenalina recorría su espalda para convertirse luego en la sensación de angustia que suele acompañar a quienes guardan esqueletos en el armario.

El zapato se asomaba discretamente bajo el asiento de Gaby. Tal vez un poco más de la mitad aun permanecía invisible a sus ojos. Carlos lo volvió a mirar con disimulo y sintió que el alma bajaba hasta sus pies.

-       ¿Qué pasa, amor?, - Gaby le preguntó preocupada. 

-       No, nada, mi vida,- le dijo Carlos. Su cerebro pensaba con la urgencia de una emergencia y decidió jugarse el todo por el todo. - En la otra esquina, se me cruzó un gato. Creo que le llegué a golpear y quedó tirado a un lado, pero no estoy seguro de si quedó muerto o tal vez malherido. Mejor voy a regresar, por si acaso. No quisiera que el pobre gatito se quede sufriendo al pie de la carretera.-

Carlos dio vuelta y se regresó por la calle por la que había venido. Recorrió lentamente un par de cuadras y paró en la esquina de un callejón sin salida. Viró a la derecha.

-No veo nada, quizás el gato sobrevivió y se fue. Mi vida, ¿puedes mirar por tu lado a ver si lo ves? ¿Nada? ¿Tal vez por la ventana de atrás? –

La obediente Gaby se recogió el vestido y se pasó al asiento trasero a ver si podía ver al lastimero felino herido en el callejón. 

- No, nada de nada… que alivio, amor, el gatito utilizó una de sus siete vidas,- le informó con una de sus amables sonrisas.

Carlos aprovechó la distracción y el movimiento de su esposa para, con la habilidad de un mago de Las Vegas, desaparecer el temible zapato por la ventana del conductor. La sangre le regresó al cuerpo. Con su tono más complaciente le dijo a Gaby, mientras retrocedía hacia la avenida principal temblando aún:

- Que bueno Gaby, nada pasó y estamos a tiempo para la fiesta.-

Siguieron charlando amistosamente hasta llegar al Club, en donde les esperaban elegantes caballeros para abrirles la puerta. El incidente del gato se había quedado en el pasado. Sus arranques de lujuria no tuvieron ninguna consecuencia. Su matrimonio sigue su destino de perfección doméstica. Carlos respira aliviado y sonríe como el jugador que acaba de ganar al póker con un bluff.

Se baja para acompañar a Gaby a en su entrada triunfal a la fiesta, cuando su dulce voz le sonó como una sentencia fatal que recorrió su espalda como un hielo:


- Amor, ¿dónde dejaste mi otro zapato? -


Todos los relatos son reales. Todos menos uno. 

Monday, December 9, 2013

Un evento impredecible

Han pasado casi 10 meses. A veces pienso si lo que hice fue correcto, me imagino que el tiempo lo dirá. ¿Cuánto más tiempo? No sé, tal vez nunca. Supongo que así se forja el destino, en un minuto, un instante. Una decisión impulsiva y la vida cambia de rumbo hacia donde no sabemos. De todas maneras nunca sabemos a ciencia cierta para donde iremos, pero lo inesperado trae inseguridad, angustia, temor. El temor de hacer algo y no poderlo deshacer. ¿Será mejor morir quemada de una sola vez que ser cocinada poco a poco?

Un minuto. Una decisión impulsiva. Como la que me llevó a contestar el ridículo celular de Patricio que en mala hora se le olvidó ese puto viernes. Al medio día apuré un par de reuniones de relleno, de las que se dejan justo para los viernes luego de almuerzo, llegué a casa temprano, para alistarme y salir a recoger a Patricito de la casa de su abuela. Solo quería cambiarme de ropa, cambiarme de zapatos, que me estaban matando. ¿Toda una vida a la olla por haber comprado unos Manolos a mitad de precio pero media talla menor? Es tan fácil atormentarse con este tipo de pensamientos, si hubiera hecho tal cosa, si hubiera parado en tal lugar, si me hubiera puesto los zapatos negros. Pero uno nunca sabe, es mejor pensar que si no era hoy, era otro día, pero que definitivamente era.

El aparato empezó a sonar cuando entraba  al baño. No era el timbre del celular de mi marido, por lo que el sonido se me hizo extraño. Se oía escondido, como lejano. A los pocos minutos dejó de sonar para arremeter enseguida con mayor imprudencia. Contrariada por la insistencia y por mi apuro, salí a la búsqueda del teléfono. Le alcancé a oír dentro del vestidor, abrí los cajones, abrí las puertas del armario y el último “ring” me guió dentro del bolsillo interior del saco que Patricio había colgado para llevar a la tintorería. Tal vez si no fuera tan servido y él mismo llevara su propia ropa a lavar, nada hubiera pasado y yo hubiera seguido mi vida, engañada pero tranquila. Hay dolores que es mejor no probarlos.

Al instante que dejó de sonar la pegajosa melodía en mis manos, llegó un mensaje, de una tal “KTHY”. Impulsivamente lo abrí y tuve que leerlo varias veces antes de poder clasificarlo y entenderlo, porque mi mente trataba de colocar el mensaje en la categoría de “mensaje de oficina”, luego “mensaje de su mamá”, para proseguir con “broma de sus amigos” y terminar definitivamente en la clasificación “cuernos evidentes”.

Mijo lindo, xq no cntst? Llame porfa a su PUCCA, estoy en mi depa, besos.

Mierda. Un sudor frío en la espalda y la mirada fija en la maravilla tecnológica que me ha permitido colocarme los tremendos cachos virtuales que me adornan. Sin saber que hacer, con la vaina esa que me quemaba entre las manos, mi inconsciente no atinó a hacer mejor cosa que llamar al número que aparecía en la pantalla.

Timbró, timbró y cada pitido me adentraba más en la sensación de “respirar debajo del agua” que aún me acompaña como un polizonte en la cabina de primera clase. Me sentí como si la montaña rusa en la que me había subido, no llegara nunca a la bajada. Solo seguía subiendo la pendiente interminable, como subía mi ansiedad por conocer la profundidad de la caída.   Nadie contestó. Respiré profundamente, pero no me había bajado del vagón. El teléfono me despertó con su tono meloso y urgente.

Había comenzado el descenso. Contesté sin pensarlo del todo. Si me detenía, quizás hubiera esperado y observado, hubiera recogido pruebas, hubiera decidido que quería hacer después, hubiera conseguido un reemplazo primero, como se hace cuando quieres cambiar de trabajo.

- Aaalo.... Dije con los nervios a flor de piel. ¿Con quién hablo? - Atiné a decir como si fuera una llamada de trabajo.

- Con Katherine,- me contestó extrañada un melodioso acento extranjero - ¿Quién es?-

Entonces me investí del disfraz de la Lupita Ferrer en sus mejores años y le contesté en altivo y soberano tono de telenovela:

- Habla con la esposa de Patricio Jaramillo, ¿Quién es usted?.-

- Que curioso, - me dijo con su estúpida ingenuidad, - mi novio se llama Patricio Jaramillo, ¡pero él no es casado! -

- Sí señora, - le dije, presa de una rabia intensa como de una risa nerviosa casi incontenible. - Patricio es mi marido desde hace 7 años y tenemos un hijo pequeño de 3. ¿Qué hace usted metiéndose con hombres casados, es que es tan ofrecida que no le importa nada, ni la familia, ni los niños, ni la reputación? -

- ¡No puede ser!. Es más, Patricio vive con su madre anciana.-
He oído muchas veces la expresión relacionada con la mostaza, pero no había experimentado antes esta comezón que empieza a ebullir por el pecho y que busca salir por las orejas en forma de vapor.

- No me haga reír, -  le dije sin saber  que mismo decir, como si una frase tan cliché de villano de caricatura me iba a mantener en control de la situación. - Usted tampoco está en edad de creer en cuentitos, - le lancé con mi mejor sarcasmo fingido. - ¿Por qué no viene para acá y se da cuenta usted mismo? -

¡Ay Dios! Hay cosas que yo no sé, no entiendo cómo soy capaz de hacer y si me tocara hacerlas de nuevo, no creo que podría pasar por lo mismo otra vez, pero mi lengua ya había salido de la casa antes de que mi prudencia se hubiera despertado.

En cinco minutos estaba dándole a una extraña mi dirección y las indicaciones para que no vaya a confundirse de calle y contándole donde podía parquear para que no fuera peligroso llevar el auto. Completa extraña pero con la que compartíamos un aroma, un sentimiento y seguramente millones de microorganismos a la fecha. No tuve tiempo de pensar demasiado en temas carnales, porque la mostaza amenazaba con subir nuevamente y la casa era un desastre.

Entre lágrima y lágrima, limpié los mesones de la cocina. Con la aspiradora en una mano limpié las migajas de pizza que habíamos devorado la noche anterior y con la otra recogía los juguetes del niño regados por el suelo. Como los pedazos de mi corazón. Pero no había tiempo para caerse por partes, ella estaba por llegar y yo todavía tenía cara de haberme bajado de una montaña rusa.
Me maquillé y me puse mi mejor ropa, sobre una ajustada faja. Yo no sabía si era alta, delgada, una diva de la tecnocumbia o si era la bibliotecaria de la escuela. Había que estar guapa, distinguida, controlada, de cualquier manera.

Antes de maquillarme, me tomé una copita para asentar los nervios y que el rimmel no fuera a salirse de las pestañas. Bueno, suerte o muerte, veamos que pasa cuando la fulana pase por esa puerta. Eso estaba pensando cuando finalmente sonó el timbre. Me eché el perfume de las grandes ocasiones y caminé muy despacito hacia la puerta.

Ahí estaba ella. Una mirada de rayos X de abajo hacia arriba: taco aguja, piernas generosas, cintura breve, delantera abollada y una cara de 28 años acontecida de lágrimas y de maquillaje. Toda nerviosa ella, sin decir una palabra. La invité a pasar a la sala, infestada de fotos familiares, el cumpleaños del niño, el viaje a la playa, la foto de bodas, la luna de miel en la China. Ella las vio todas. Se detuvo en una foto del mes pasado, el cumpleaños de mi suegra, en la que Patricio se había puesto una camisa amarilla que le compró a crédito a una compañera de trabajo, eso me dijo al menos.

Ahí es cuando me dio pena. Ella se bebía las lágrimas parada frente al mueble, intoxicándose de profunda tristeza. La invité a sentarse y le serví una copita como la mía. Entonces ella empezó a hablar, me contó como había conocido a este Patricio en una reunión de trabajo. Este hombre encantador, expresivo, detallista, pero a la vez vulnerable y sufrido, era el único que se hacía cargo de su anciana madre enferma. El era responsable de su alimentación, de su salud, de su estado de ánimo y en esta labor ocupaba casi todo su tiempo libre. Me contó entonces de sus escapadas de medio día a un motel para contarse sus penas, sus alegrías, sus angustias y sus pecas en la espalda, si me hago entender.
Que todos los meses le escribía un pequeño poema, que cada semana la llevaba a comer, que cada día le escribía un mensaje. Y yo que no pude evitar las preguntas, esas malditas de las que una ya sabe las respuestas, pero que patrocinan esa manía imperdonable de las mujeres para castigarse de la manera más dolorosa. De todo el cuento que me hizo, lo que menos me afectó fueron sus aventuras de cama al apuro. Pero tengo aún atravesado el mal gusto del tiempo que no se gastó conmigo para escapadas de almuerzo, ni del esfuerzo que invirtió en seducir con mensajes y notitas a escondidas, ingenuo y ansioso como un colegial.

Ella seguía hablando con su cantadito mezcla de ingenuidad de telenovela con jarabe de mosquita muerta. Gesticulaba demasiado con las manos como si estuviera dando una lección que no había estudiado, pero al menos me miraba a los ojos y su angustia parecía sincera. Quien sabe, en otras circunstancias hasta podríamos haber sido amigas, pero en ese momento, me contuve de sacarle a mordidas las pestañas postizas, de desteñirle con cloro sus rubios vanidosos, de hundirle el taco aguja en el corazón.

No había quien la callara, como tampoco había quien me salvara de mi obsesiva curiosidad. Ya íbamos por la tercera copita y por la quinta lágrima cuando la puerta se abrió y reconocí el caminar apresurado de Patricio por el corredor. Fuerzas poderosas me retuvieron  en mi asiento. Una quería advertirle sobre la boca del lobo a la que estaba entrando y otra morbosa que quería disfrutar del reality del que tenía asiento en primera fila.

Me quedé sentada y me preparé a registrar en mi grabadora mental la cara de Patricio cuando nos viera a las dos juntas y no precisamente como hubiera querido imaginarse. Pensé en que decir, pero mi mente estaba patinando y no atiné siquiera a hablar. Aún no decidía si me iba a portar como leona herida o como Morelia víctima, cuando Pucca se levantó como impulsada por un resorte. Sus altos tacones conjugados con el par de tragos y esa mirada desafiante la hacían verse gigante, dominante, furiosa.

Mi marido la vio venir como se mira un Tsunami desde la playa.

En el primer empujón, Patricio se dio cuenta de la gravedad de la situación. Por la sorpresa del ataque, estuvo a punto de caer, pero logró mantener el equilibrio para recibir una sonora cachetada en la mejilla derecha. Ahora los gritos se hicieron oír. Me pregunto todavía si la vecina habrá oído parte del despelote y esa sea la razón por la que me invita a su iglesia cada quince días. Le llamó falso, mentiroso, egoísta e imbécil entre otras cosas. Le dijo que era un aprovechador, un cobarde que ni siquiera debería poderse ver al espejo. Ni la canción de la Lupita D’Alessio tenía tantos epítetos.

La segunda cachetada le dejó unas marcas de uñas que finalmente pudimos quitárselas a fuerza de concha nácar.  Le empujó nuevamente, con éxito esta vez, ya que cayó redondo junto a la mesita de la sala, que se tambaleó lo suficiente para que la foto de la camisa amarilla le caiga en la cabeza.
 
Ella continuó con su diatriba llamándole desgraciado, inconsciente, despreciable ser que le había engañado todo este tiempo fingiendo amor y preocupación. Que pensó que él era mejor que los hombres que le habían hecho daño a lo largo de su vida. Que él no sabe de amor ni de verdades ni de nada bueno, pero que en el fondo se alegra porque si había sido capaz de engañar de esa manera a su esposa, también la habría engañado a ella después. Que era un infeliz. Que la iba a pagar caro. Que de todos modos no era tan bueno en la cama. Que era viejo, que era un ridículo.

Patricio trataba de calmarla y de evitar que rompiera algo más en la casa. Luego se calló, e hizo bien en darse cuenta que cualquier cosa que dijera iba a ser utilizada en su contra. Yo seguía hundida en mi refugio del sofá y durante un  momento sentí angustia y ganas de terminar con el mal rato que Patricio estaba pasando. Pero al mismo tiempo vinieron a mi mente imágenes de mi marido durmiendo desnudo bajo las sábanas de un cuerpo extraño. Durmiendo a pierna suelta, como sólo se puede dormir en la cama propia. Usando baños ajenos. Secándose con toallas prestadas. Y me levanté como impulsada por un resorte para alcanzar algo con la mano. Patricio me miró, esperanzado en que fuera un objeto contundente con el que noquear a la gata salvaje, pero no pude hacer más que brindar a su salud con un nuevo vaso de whisky en la mano.

Katherine finalmente terminó su colección de agravios. Agarró su cartera con enfado y se fue sin despedirse, pero no sin dejar de mencionar que éramos tal para cual. Me bebí mi trago de un solo golpe, mientras el drama llegaba a su momento cumbre con un sonoro portazo.

Patricio se quedó agachado en medio de la sala, buscando los pedazos de vidrio y pedazos de su dignidad. Por un momento dudó. Yo creo que dudó si salir por aquella puerta en su búsqueda. Después de los miles de palabras que echamos en la copa esa tarde, yo sospecho que ella esperaba al novio empapado bajo la lluvia, corriendo hacia su auto para impedir que se le vaya. Pero eso solo pasa en las novelas.

Doctora, varias veces me interrumpo pensando en toda la situación en la que me envolví, pero a la vez me desenvuelvo, me diseco, me abro en partes y mal o bien las vuelvo a juntar de diferente forma. Por lo pronto hay días malos y otros peores, pero el dolor genera resistencia y quiero pensar que hay luz al final del túnel. ¿Es el amor resistente a golpes? ¿Se debe terminar el matrimonio con la infidelidad? Tal vez no quedaría ninguno en pie. Toda crisis es una oportunidad, -todos dicen- oportunidades de aprender, de mirar dentro de uno, de cerrar los ojos al pasado, de ver con el corazón y dejar atentos los oídos.

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Katherine entra en el bar por la puerta grande. Sabe que los hombres de la derecha están admirando su ajustado pantalón, así que se detiene en su pose estudiada de mujer fatal. Saca su teléfono celular para ubicar a sus amigas, que ya deben estar esperándola hace rato.

Ojala no se hayan ido. No contestan. No importa, se viste tan seductora y actúa tan disponible que la soledad nunca se ha sentado a su mesa en un bar.

Tal vez los hombres de la mesa derecha le inviten un trago, así que se sienta en la barra para esperar que alguno de ellos prenda fuego a su cigarrillo. Como si hubiera contestado a un código universal, uno de ellos se acerca con el encendedor en la mano.

- Tal vez sea éste – piensa Katherine – ¿Será casado? Por lo menos no tiene anillo. ¿Separado? Mejor, el resto lo hago yo. ¿Divorciado? Lotería.


Alto, moreno, bien vestido. Tiene porte de príncipe. Sus ojos miran sinceros. Tal vez sea el que finalmente deje su reino por mí –sonrió para sus adentros-. Tal vez el caballo ya me está esperando afuera.