Una vez que comienza el día, los teléfonos no dejan de sonar. Las
asistentes corren apresuradas por los pasillos en sus tacos altos y faldas estrechas.
Juliana aprieta el paso con el macchiato
que espera impaciente su jefe, mientras negocia por teléfono una reservación en
el restaurante de moda y retira al paso las carpetas amarillas que le han
pedido para la reunión de la mañana.
No es lugar para alguien que no le guste el ruido y la presión. Los 85
ejecutivos que trabajan en la firma de inversiones no se despegan de sus laptops, de sus smartphones, de las últimas noticias, de sus egos inflados; de lo
que sea que demuestre que están totalmente integrados al mundo. Por lo menos al
mundo que “vale la pena”.
Casi un centenar de individuos
compitiendo por sobresalir, por ostentar una pizca más de poder que el resto.
Ropas, joyas, tecnología, autos, son niveladores instantáneos del status y todos se pelean por
conseguirlos. “Lamentablemente, cuando los tengan, ya habrá otro modelo, otra
moda, otro juguete; seguirán en su eterna búsqueda, como ratones en su rueda”.
Pensó divertido David desde su oficina de cristal. “Mientras sigan girando,
seguiremos ganando”.
David entró al sector financiero apenas graduado de la universidad. Era
un joven muy ambicioso y logró que lo contraten en una de las empresas de élite.
Por supuesto, empezó al final de la cadena alimenticia, en el cuarto de
correspondencia y archivo, donde pasó los primeros cuatro años de su carrera.
En realidad fue el mejor lugar en el que pudo empezar. El departamento de
correspondencia recibe y entrega toda la información de la empresa y de quienes
trabajan en ella. La información es poder. Y David la utilizó para saber a
quien persuadir, a quien desechar, a quien adular y conseguir su primer
cubículo con salida al pasillo.
Decidió que el amor y otras futilidades pueden esperar y se lanzó de
cabeza en la laguna de los horarios sin horario, del teléfono siempre
encendido, de la competencia desalmada que consigue a los clientes más
apetitosos. Una vez que se corrió la voz sobre las habilidades financieras de
David, muchos clientes pidieron que sea él quien maneje sus inversiones. Su
comportamiento obsesivo hacia el trabajo y las utilidades, había llamado la
atención de las personas correctas y en poco tiempo le encargaron el manejo de
un grupo importante de cuentas.
Al final de su treintena, David lo había logrado. Tenía personal a su
cargo, manejaba automóviles último modelo, vivía solo en un lujoso penthouse el
sueño húmedo de su generación. Podía pedir y tener todo lo que quisiera y David
pidió más de lo mismo, porque el poder es la droga más adictiva. Pronto, el más
grande de los cubículos le quedó pequeño y gracias a su habilidad de mover los
hilos adecuados, tomó el riesgo de establecer su propia firma de inversiones,
con los mejores clientes, contactos y empleados con los que pudo hacerse luego
de 20 años de trabajo.
Una tarde de mayo, finalmente consiguió su oficina propia con paredes de
vidrio y vista a la calle. El rotundo éxito le esperó con chofer a la puerta,
jet privado, lugares exclusivos. Le pareció que era el momento de entablar una
relación más duradera que los ocasionales encuentros de unas horas en fin de
semana. Quiso conocer más a profundidad a una mujer, pero cuando profundizó con
las opciones que tenía, no le gustó lo que encontró. Con su olfato desarrollado
para percibir la ambición, le pareció que la inversión era demasiado alta,
frente a los rendimientos no asegurados que una de esas mujeres le podría
brindar.
David era el primero en llegar y casi siempre el último en irse. Desde
su nueva oficina observaba a cada uno de los miembros de su equipo. Los que se
pudieron graduar con varias becas, los hijitos de papá, las madres solteras,
los jefes de familia. Todos enfocados en parecer inteligentes y agradar al gran
jefe, que en esa carrera no todos van a llegar a la meta. David los veía
trabajar, enfrascados en los mismos oficios en los que él había dejado tiempo y
pellejo. Había sacrificado familia, amistades, vacaciones, por sentarse en su
silla. ¿Había valido la pena? Ahora una llamada suya puede mover cientos de
miles de dólares, su firma en un papel puede hacer o deshacer años de proyectos
y sueños.
Había hecho ese trabajo día tras día, por años, por décadas y de pronto
había perdido el gusto de hacerlo. El cerrar un contrato, el conseguir nuevos negocios
ya no le provocaba mariposas en el estómago. A decir verdad, la fabulosa vista
desde su departamento, el viento en la cara desde su convertible, las
maravillas del mundo habían terminado por aburrirle y no encontraba aquello que
le haga sentir nuevamente el vértigo de la cacería. Tal vez se estaba volviendo
viejo y lo que quería ya no se podía comprar con dinero.
Por un momento al día, sentía la presión de las decisiones urgentes,
como una roca atada a su cuello. En esos minutos, deseaba cambiarse por
cualquier otra persona que no tenga que decidir sobre algo tan abstracto como
un medio punto de la tasa de interés. Pero toda su vida había girado en torno a
sus conquistas profesionales, como para creer que no era lo que en realidad
quería. Si no, ¿porqué más habría trabajado tanto y tomado todas esas
decisiones? Giró su silla hacia la ventana para alejar semejantes pensamientos
y lo vio.
Encorvado, curtido por el sol, con callos en las manos. El jardinero
estaba podando con pasmosa tranquilidad las cuidadas plantas del jardín
corporativo al que los ejecutivos tenían acceso para “liberar tensiones”. El pequeño
hombre rebuscó en su mochila de cuero y encontró la tijera apropiada para
cortar la terquedad de los tallos de rosas. De igual manera, con meticulosidad
de cardiólogo, dio forma a las matas de buganvillas para que continúen su
eterna búsqueda del cielo. Al terminar, estaba cansado, sudoroso, pero antes de
irse, se dio el tiempo para acariciar suavemente a las orquídeas e inclusive
para hablarles al oído. Su rostro reflejaba la profunda satisfacción de admirar
el resultado inmediato de su esfuerzo.
¿Es posible recuperar el entusiasmo? Por supuesto, dijo David para sus
adentros, “es cuestión de encontrar una nueva meta.” En seguida llamó a Juliana
para encomendarle un proyecto urgente. Y confidencial.
“En esta época, el conocimiento está en la punta de los dedos”, pensó
David para sus adentros, mientras se graduaba de uno de los tantos cursos rápidos
de jardinería en el Internet e imprimía su licencia de operación. En el
parqueadero privado de su edificio, aguardaba una van diseñada a medida y equipada con las herramientas más sofisticadas
que se pueden conseguir, con heladera incorporada, equipo de comunicación y
rampa mecánica para la cortadora de césped eléctrica de última generación.
Las últimas semanas habían vuelto a ser emocionantes para David. No solo
estaba de buen humor, sino genuinamente interesado por todo lo que pudiera
aprender sobre jardinería, desde la carpintería básica del tema, hasta
conceptos de diseño y distribución de las plantas de acuerdo a la ubicación
geográfica. Todos los días sabía algo nuevo y esta motivación lo llevó
inclusive a mantener largas charlas con el personal de su oficina, con quienes
no se le hubiera ocurrido pensar que compartían algún interés.
A mediados de agosto, David se sintió preparado para ejercer su nueva y
anónima profesión. No solo fue el haber encontrado un pasatiempo al que ansiaba
dedicarle tiempo que supuestamente nunca existía, sino el hecho de pretender
ser alguien diferente. Y más aún,
alguien humilde, con un trabajo que exige esfuerzo físico antes que
intelectual. En su fuero interno, David siempre había pensado que el éxito es
cuestión de actitud, que no importaba la procedencia, ni la raza ni el status,
sino la perseverancia y la habilidad. Bueno, estaba muy cerca de probar su
hipótesis.
Se enlistó con su nombre falso y su certificado verdadero, en un sitio de ofertas laborales. Por
supuesto, por Internet. Esa misma noche recibió varias respuestas averiguando
precio y disponibilidad. Tenía de donde escoger. “¿Cómo hay crisis, habiendo
tanto trabajo?” fue lo primero que pensó, pero en seguida se recordó a si mismo
que tenía un objetivo diferente. Contó hasta siete y abrió el octavo e-mail. “Por la dirección, el patio debe
ser grande y con plantas de todo tipo, es uno de los barrios más exclusivos”,
se dijo David. Y fijó la cita para el sábado a las 10.
Quince minutos antes de la hora, David se acercó al lujoso cerramiento
de la casa y timbró. Había mantenido reuniones con hombres y mujeres millonarios
dentro y fuera del país, pero no recordaba que le hubieran temblado tanto los
dedos. Le contestaron enseguida, no le dieron tiempo siquiera para
arrepentirse. Confiado en que la jardinería es un trabajo que cualquiera puede hacer,
estacionó en el espacio en el que el personal de servicio le había designado.
Por primera vez, nadie le ayudó a bajar las herramientas, ni tuvo asistentes
que prendieran la cortadora de césped por él. La semana pasada, David había imaginado
que conocería personalmente a los dueños de casa e inclusive había fantaseado
sobre las conversaciones que tendría con ellos, como si aquella hubiera sido
una cita de negocios. El grito de la ama de llaves lo devolvió a la realidad
sabatina. En una de sus maniobras de principiante, había cortado una costosa manguera
con su maquinaria de última tecnología. Definitivamente debía haber practicado un
poco más, luego de haber leído las instrucciones. Aguantó la bravata lo mejor
que pudo, terminó de cortar el pasto interminable de esa casa y trató de
disfrutar la podada de los ficus de
la entrada. Un cálculo rápido – a ojo de buen cubero – le devolvió los
resultados tangibles de la operación: ingresos menos gastos variables, costos
fijos e insumos utilizados, $20 a favor. Sin contar con el expendio adicional
por la reposición de la manguera, ni con la deshidratación de 4 horas bajo el
sol canicular, había sido una experiencia desilusionadora. Estaba comprendiendo
la crisis.
Como David era una de esas personas que piensan que las caídas son el
mejor pretexto para levantarse, se dio un largo baño, abrió una botella de Cristal y pensó en como mejorar los
resultados. Lógicamente, usaría una estrategia diferente.
El siguiente sábado llegó y nuevamente, la ansiedad de lo desconocido.
Esta vez había escogido un barrio de menor categoría, con un patio discreto y casi
ninguna planta. Cortar el césped no le llevaría más de una hora, pero de todos
modos hizo la cita en un mejor horario que la semana pasada. Llevó agua en
cantidades industriales y un par de horas de experiencia práctica sobre el manejo
de la cortadora de césped y el resto de herramientas.
Encontró la casa sin dificultad, a pesar del sinnúmero de calles que
albergaban hileras de viviendas, todas idénticas. La casa en mención estaba
cerca de una esquina y tenía en el frente un árbol viejo de Magnolia. Estacionó
bajo la sombra y caminó hacia la puerta de entrada. Esta vez sí lo recibió la
dueña de casa.
Lucía era una mujer menuda, de pelo largo ondulado recogido en una cola y
una sonrisa tímida sin gota de maquillaje. Sus pecas denotaban años de
despreocupación bajo el sol y la vanidad en el carmín de sus uñas de
lavaplatos, no se compadecía con las labores domésticas de la clase media. Esa
mañana de sábado vestía un ligero vestido de flores azules y verdes y olía
intensamente a tocino y panqueques. David nunca había tratado a una mujer así.
Así de común.
Mientras le enseñaba los linderos del patio y le indicaba las ramas del
árbol que debían ser recortadas -dentro del presupuesto que previamente habían
negociado-, Lucía soñaba en voz alta con los jardines que quería tener en ese
patio diminuto. Junto a la ventana de la cocina, quería plantar girasoles para
poder verlos cuando lave los platos. Junto a las raíces del árbol, quería un
círculo con gardenias de colores y colgando del madero del pórtico, había
mencionado macetas con palmeras enanas. David supo interpretar sus antojos
dispersos como un evidente deseo estético, que ni su presupuesto ni sus
antecedentes le permitían. David le ofreció una cotización razonable que incluyera
las plantas y la mano de obra, y se puso a trabajar con entusiasmo. Se encargó
del pasto y de las ramas viejas. “En realidad el árbol no esta tan viejo,”
pensó, “solo necesita un poco de atención”. Sacó los costales para recoger las
hojas secas y las ramas que habían caído al suelo, cuando vio a Lucía por la
ventana. Limpiaba los pisos, aspiraba las esquinas, lavaba los platos, entraba y
salía de la cocina; mientras cantaba desafinada la canción de moda que sonaba
en la radio. A pesar de tanto ajetreo, sonreía. David pensó en demorarse un
poco más, solo por verla sonreír de nuevo, cuando ella se acercó a la ventana y
lo llamó con la mano. David entró a la cocina y percibió el aroma inconfundible
de un recuerdo. Lucía había horneado pastel de chocolate y el aroma inundaba la
pequeña casa. Por insistencia de Lucía, David se sentó a la mesa con ella y
probó el pastel con gaseosa. Es curioso como un olor, un sabor, una imagen
pueden desatar una cadena infinita de memorias. El calor de la cocina, la
humedad, el chocolate, llevaron a David a su infancia, cuando era más
importante el manjar sencillo que la lujosa vajilla en la que estaba servido.
Cuando el propósito de compartir tenía más valor que el oro de los cubiertos
que ahora tenía.
-
Gracias por acompañarme, - dijo Lucía. – detesto comer sola, sobre todo
si es pastel - Sería absurdo hornear un pastel para una persona, ¿verdad?
-
Gracias por la invitación –contestó amable David – hacía tiempo que no
probaba un pastel tan bueno. ¿Vive usted sola en la casa?. David sabía que las
personas por lo general contestan con honestidad las preguntas sorpresivas,
porque se sienten obligadas a responder con la misma velocidad.
-
Vivo con mi esposo. Pero tenemos horarios diferentes. Cuando salgo a
trabajar, él duerme. Cuando regreso, él ya se ha ido. Por eso debe ser que nos
llevamos tan bien. – lo dijo Lucía con una media sonrisa. Bueno, basta de
charla, que hay mucho por hacer en una casa. Gracias señor por el trabajo, me
ha gustado ver el patio tan limpio y ordenado. ¿Si hacemos un contrato por dos
cortes al mes, podríamos negociar una mejor tarifa?
Por lo visto, Lucía también utilizaba el truco de las preguntas
sorpresivas y le reconoció esa habilidad. Quedaron en dos cortes al mes,
sábados por la mañana, 15% de descuento por cliente frecuente. Y una ansiedad
que David se llevó con él, así como el perfume pegajoso del chocolate.
El día lunes encontró a David animado, entusiasmado, con una energía
indefinible que lo hacía inclusive atractivo, como si se hubiera renovado desde
adentro hacia fuera. El miércoles le hicieron notar que estaba sonriendo con
más frecuencia, pero lo hacía no solo por los nuevos contratos que la empresa había
conseguido, sino porque estaba más cerca del sábado. El jueves se tomó la tarde
libre para escoger las mejores plantas de girasol y recoger los geranios
importados que había ordenado para Lucía. Al salir de la tienda, recordó que
aun le faltaba más de una semana para su cita. “No importa”, se dijo en voz
alta, “no hay peor gestión que la que no se hace”.
Puntualmente, el sábado tocó el timbre de la casa, con macetas y plantas
en mano. Quería sorprender a Lucía. Tocó la puerta, por si el timbre estuviese
dañado, pero no obtuvo respuesta. Esperó más de diez minutos en los que la
desazón lo consumió y se arrepintió por haber apresurado sus emociones. Nada
bueno resulta de la impulsividad. De todos modos llevó las plantas al jardín,
para que Lucía las viera cuando regrese.
Dio la vuelta a la casa sin cerramiento y caminó apesadumbradamente
hacia el patio trasero. Entonces la vio, en mallas de deporte, con su largo
pelo alborotado, gafas y la música a todo volumen en sus auriculares. Estaba
sentada en el suelo del porche tratando de armar una repisa de cinco pisos en
los quince minutos que prometía la caja importada de la China. David sonrió y
se acercó despacio sin saber si quería sorprenderla o seguirla espiando
mientras cantaba a todo pulmón un bolero viejo, tan viejo como el deseo.
-
¡Hey!, - gritó Lucía, olvidando sus audífonos – ¿era hoy el corte? El
césped no está del todo mal – dijo en su tono de regateo.
-
Como está, Señora Lucía. Pasaba por el barrio y quise venir a mostrarle
los girasoles y geranios de los que habíamos hablado – dijo David con
seguridad, pero un poco mosqueado por su falta de originalidad bajo presión.
¿Está armando una repisa? – preguntó al tiempo que pensaba que esta mañana no
era precisamente su momento más lúcido - ¿Quiere que le ayude?
-
Muchas gracias, vino en el momento preciso en el que le daba la razón a
mi marido cuando me llamó inútil y arrebatada. ¡Es que no puedo esperar tres
meses más hasta que él encuentre el tiempo y el momento perfecto para armar la
bendita repisa! La caja dice quince minutos. No entiendo como no se pueden
programar quince minutos en un día, no se diga en 90. – dijo Lucía
evidentemente alarmada – Se levantó del suelo y entró a la casa.
David miró las piezas del armario y las organizó de acuerdo con el orden
de aparición en el manual de instrucciones. Leyó primero de corrido el manual y
luego lo volvió a leer, armando paso a paso el mueble. Se aseguró que quede
firme para colocar sin riesgo las macetas con los geranios. Retrocedió unos
pasos para mirar la repisa y sintió la satisfacción del trabajo terminado.
Intempestivamente, Lucía se apareció por la ventana de la cocina y le
dijo con la sonrisa más bonita que haya visto en su vida: ¡Que maravilla! Ya
decía yo, que es una cosa tan simple que lo podía haber hecho en el medio
tiempo del fútbol, durante las propagandas o luego de salir con el tarro de
basura, que de todas maneras no lo hace. ¡Muchísimas gracias! ¿Quiere pasar a
tomar una limonada?
Ese fue el inicio del sábado que quedó para siempre en su memoria. David
no hubiera pensado que tuvo que esperar casi 50 años para sentir por primera
vez el miedo y el placer de no tener control sobre su propia vida. En la
humilde mesa de la cocina, conoció a Lucía como si ella hubiera sido parte de
su vida desde el inicio de los tiempos. Supo de su infancia difícil acompañando
a su madre que cosía ropa para los ricos y de su juventud inquieta buscando el
mejor pretexto para escapar del desorden de un padre ausente. Aprovechó sus
genes privilegiados y se fugó con el primero que le ofreció un apellido y un
poco de estabilidad. Lucía pensaba que había llegado lejos, tenia ahora una
casa, un esposo y un patio. Pero en el fondo se sentía incómoda porque su
pequeña fortuna ya le había quedado corta. Había empezado a trabajar en una
lujosa tienda de departamentos, como dependiente de la sección de ropa
infantil. Gracias a su buena apariencia y su habilidad para interrelacionarse,
pronto la ascendieron a la sección de carteras y zapatos. “Deseamos lo que observamos”,
le dijo Lucía, parafraseando a un protagonista de película. “Y yo deseo sobresalir,
ser como esas señoras elegantes, conocer y conseguir más de lo que tengo. Deseo
la belleza, el orden y sentir que he hecho algo de lo que estoy orgullosa. Pero
para mi esposo eso significa un plasma más
grande. Pero es mejor así, porque dependo solo de mi”, lloró Lucía sobre el
hombro de David y le confesó su secreta ambición de estudiar por las noches.
Por supuesto, su marido se había burlado y había decidido gastar el dinero en
un nuevo tubo de escape para su camioneta.
David hizo todo lo que pudo para consolar a Lucía. Le contó cientos de
fábulas en las que el esfuerzo y la constancia llevan al éxito. Le aseguró que
obtendría lo que quería siempre que mantenga su meta a la vista y sus ojos
abiertos a las oportunidades. Le secó las lágrimas y le aseguró que todo iba a
estar bien. Invariablemente esta conversación finalizó en el dormitorio, donde
las emociones y las ansiedades de ambos se compenetraron maravillosamente. El
jardinero y la dueña de casa. Era algo tan equivocado que se hasta se sentía
correcto. Sobre el cubrecama barato, David le pintó un futuro ideal en el que
los dos eran el equipo perfecto que alcanzaría los proyectos pendientes. Soñaron
despiertos bajo la sombra de la pantalla gigante y se embarcaron en viajes
imaginarios hacia lugares que ella solo había visto en la televisión. Lucía se
reía con más ganas cuando estaba desnuda y en la sobremesa del amor le prometió
a David dejar a su esposo y comprometerse con su propio destino. A la hora del
café siguieron haciendo planes descabellados y al final del día fijaron la
fecha de fuga para la semana siguiente. El próximo sábado por la mañana.
David regresó a su departamento con cientos de pensamientos revoloteando
sin orden. Había encontrado la pasión que le hacía falta, una mujer ambiciosa,
trabajadora, hermosa y sensible. Sentía que todo lo que era y lo que sería, le
pertenecía a Lucía. Sus bienes, su vida, su futuro, quería entregarle todo y
mirar la ilusión en sus ojos traviesos y su sonrisa de niña pequeña. Miró a su
alrededor. “Talvez la decoración actual no sea de su agrado. No importa, viajaremos
por el mundo para comprar todo nuevo. Si no le gusta el edificio, compraremos
una casa. Este será nuestro proyecto.” De pronto, un pensamiento oscuro invadió
su alegría y corrió a la oficina para planificar su estrategia. David nunca le
dijo que era adinerado, ni lo que hacía cuando no era jardinero. Nunca le contó
a Lucía su historia, ni las motivaciones que lo llevaron hasta su jardín. Ella
tampoco preguntó y en buena hora no tuvo que estropear su momento perfecto con
una historia de locos. Anotó en su agenda para el día lunes la compra de un Jaguar del año, modelo limitado. “En cuando
le entregue las llaves el sábado, ella olvidará esta mentira involuntaria. Además
que es la primera que me ama a mi, no a mi dinero, no a mi posición, solo a mi”
–sonrió satisfecho mirando a la ventana-. Regresó a su tarea y aumentó la lista
con reservaciones de hotel, pasajes de avión, restaurantes, teatro, un par de conciertos.
Juliana tendría una semana ocupada.
David se levantó antes de las cinco de la mañana. La ansiedad no lo dejó
dormir y se dedicó a repasar mentalmente todo lo que debía hacer en las
siguientes cuatro horas que lo separaban de Lucía. No quería olvidar ningún
detalle, quería una escena de película, con final Disney. Se vistió, empacó todo lo necesario y salió con suficiente
tiempo para recoger el ramo de girasoles que le había comprado.
Nuevamente frente al timbre de la casa, respiró profundamente y lo
presionó. Dos, tres veces más. “Talvez
Lucía siga arreglando cosas en el patio trasero”, pensó en voz alta, “Se va a
alegrar de no tener que hacerlo nunca más”. Caminó hasta la repisa de los
geranios, pero no la encontró. Se asomó por la ventana de la cocina, pero
tampoco estaba. A su izquierda, algo le llamó la atención. Un sobre blanco
suspendido entre los girasoles, con su nombre escrito. El alma se le bajó a los
pies y un frío intenso recorrió su espalda. La carta estaba firmada por Lucía:
“Querido David:
Es difícil para mi
escribir esta carta, sobre todo luego del sábado pasado. Esa mañana llegaste en
el momento preciso para consolarme y ayudarme a reflexionar sobre mi carrera y
mi futuro, como un caballero de cuento de hadas. Creo que fue el mejor sábado
de mi vida. Me sentí completa, pero a la vez, parte de algo más grande que los
dos juntos. Te agradeceré eternamente tus palabras y todo el tiempo que
compartimos y soñamos con hacer casas en el aire, como dice la canción. Me
ayudaste a pensar con claridad y no conformarme con metas simples. Es por esto
que confío en que comprenderás mis motivos para no irme contigo el día de hoy.
Se que hoy no tengo gran cosa, pero no puedo comenzar de cero nuevamente. No
puedo retroceder lo poco que he avanzado, huyendo con un jardinero pobre como
mi madre. Aunque esto no me devuelva las horas maravillosas que pasé contigo,
tu me hiciste ver que no hay que perder de vista las metas, si queremos lograr
lo que queremos en la vida. Tomé el
horario de fin de semana para poder pagar mis estudios. ¡Estoy tan emocionada!
Lamento no haber podido
hablar contigo en persona, pero se me hizo muy difícil. Gracias por todo. Te
llevo en mi corazón.
Lucía.
PD. Entenderás que no
puedo utilizar tus servicios, pero ¡adelante!, tienes talento para ese trabajo.
Te dejo el dinero por los geranios y los girasoles. Cada vez que los vea, me
acordaré de ti. Suerte en tu vida y un beso.“
Al final del día, David se acomodó en su sillón de cuero y admiró la
espectacular vista desde su escritorio al caer el sol. Casi no quedaba nadie en
la oficina. Abrió su cajón y releyó la carta. Ya se la había aprendido de
memoria. Inclusive la repetía mentalmente utilizando la voz de ella. La imaginó
escribiéndola, leyéndola, dejándola sobre las flores antes de salir a trabajar.
Una fuerte emoción nubló su vista por unos segundos, pero se repuso enseguida. Cuando
transcurrió el tiempo suficiente para superar la tristeza, se sintió afortunado
por lo que pudo aprender y experimentar en tan poco tiempo. Por haber
encontrado nuevas emociones y haber sufrido nuevos dolores, por haberse sentido
tan vivo. Por Lucía.
Todos los relatos son reales. Todos menos uno.