Wednesday, October 23, 2013

Victoria


La esposa del apuesto Doctor Alberto Valladares del Castillo. La mujer del año, elegida por las damas de la Junta de Beneficencia. La presencia más repetida en todos los brindis y reuniones de la crema y nata de la ciudad porteña. Esa era Victoria. Esa y muchas más fue, para su marido, para la sociedad y para el hombre por el que ella hubiera dejado todo.

La presencia de Victoria había sido requerida por la primera dama de la república como una colaboración especial en la elaboración de las políticas sociales. Específicamente sobre el mejoramiento de las condiciones de la infancia desamparada, tema en el que se había entregado por completo desde su juventud. Su obra era un referente para las fundaciones y organismos de ayuda que operaban en el país, por los magníficos resultados que su trabajo había logrado. Tenía todo el tiempo y la energía necesarias porque el universo no le concedió lo que había anhelado. Victoria no podía tener hijos.

Intentaron por pocos años y finalmente se dieron por vencidos, frente a la incomodidad de acudir a un especialista en un problema del que los estudios e investigaciones estaban apenas en pañales. Temiendo en el fondo, interrumpir la activa vida social que llevaban, el Doctor Valladares declaró que la entrega de su familia a la sociedad y a la patria requería de todo su tiempo y atención. Ella lo aceptó sin rechistar, como se esperaba que lo hiciera.

Para subir a la Sierra y llegar al Palacio de Gobierno, necesitaba nuevos pares de zapatos y vestuario apropiado para la ocasión y el clima. Llamó entonces a su amiga Isabel y le pidió ayuda. Por la tarde se encontraron en la zapatería mejor surtida de la ciudad.

Isabel era su amiga soltera, atractiva, con un cuerpo al que nunca le faltó insolencia ni pretendientes. Barajaba a sus amores como quería, con la esperanza de encontrar en uno de ellos su “As bajo la manga”, su pase al “gran mundo”. Esa tarde Isabel pidió a su nuevo amigo Rodolfo que las acompañase. Al conocer el cometido, Rodolfo accedió encantado a servir de compañía a damas tan hermosas e interesantes.

En cuanto Rodolfo se fijó en los pies de Victoria, la deseó de inmediato. Tenía una predilección casi profana hacia los pies de las mujeres, por lo que seguía con divertida atención su meticulosa búsqueda del zapato perfecto. Llegado el momento de probárselos, Rodolfo no podía disimular el ansia que le provocaba la desnudez de sus pies. Le parecieron como dos conejitos blancos buscando refugio. Como decía acerca de la belleza femenina, es más insinuante lo mucho que la ropa puede esconder ante lo poco que la piel puede enseñar.

La vio calzarse un par tras otro, admiró sus pies, se embelesó con sus tobillos y se alucinó con su sonrisa de satisfacción cuando encontró el par ganador. Sintió, en algún lugar desconocido de su alma, que ya la conocía desde el principio de los tiempos. No dudó en ponerse a las órdenes para trasladar por tierra a las amigas en su travesía hacia la capital.

Victoria salió muy elegante de su casa, con una falda anaranjada, un pañuelo de seda y con sus relucientes zapatos nuevos. Inició el viaje en el asiento delantero junto a Rodolfo, ya que Isabel conversaba alegremente con el amigo que llevó Rodolfo y que hizo la contribución del amplio Cadillac que los iba llevar más allá de las 10 horas que los separaban de las montañas.

Rodolfo miraba de reojo a la mujer del Doctor Valladares. Tenía una belleza que sin ser deslumbrante, era persistente en la memoria de quienes tenían el privilegio de compartir tiempo con ella. Su piel era delgada, pálida y perfecta, el marco ideal para sus ojos claros y mirada transparente.

Luego de varias horas de manejo, las parejas cambiaron de posición y ahora Rodolfo iba atrás con Victoria. Conversaron animadamente por las horas que les quedaron y así supo Rodolfo que a Victoria le encantaba leer y escribir poesía y que tenía especial predilección por los débiles y desamparados.

Rodolfo le habló sobre su infancia en la hacienda de su padre, sobre sus imposibles pero divertidísimas aventuras adolescentes y sobre la infinita ternura que le inspiraban los ojos de los animales. Victoria lo escuchaba entre absorta y encantada y sobre ese asiento de automóvil sintió por primera que el tiempo dejó su encierro de reloj y se transformó en sin fin de oportunidades de encontrar su propio reflejo en los ojos de la persona amada. Anocheció sin desearlo y de pronto las primeras luces de la ciudad les dieron el encuentro.

A regañadientes, pero pintado de sonrisas, Rodolfo consultó la dirección de la familia que recibiría por una semana a las ilustres visitantes. Sin mayor ceremonia, los nuevos amigos se despidieron en la puerta de entrada. Un beso en el dorso de la mano terminó con un viaje, pero inevitablemente inició otro.

El día siguiente, el salón amarillo de la casa presidencial recibió a una Victoria radiante. Vestida de alegría y calzada con la seguridad que da ponerse los zapatos perfectos, su sonrisa derretía el hielo en la reunión organizada por la primera dama.

Habían acudido representantes de las otras ciudades del país y de organizaciones de ayuda social, quienes oyeron atentamente el discurso preparado por Victoria. Fue tal el ímpetu con el que habló y a la misma vez, la dulzura de sus palabras, que los medios de comunicación alcanzaron a guardar para el recuerdo unas lágrimas disimuladas de la primera dama. Era uno de los momentos culminantes para Victoria, tenía admiración, fama, y reconocimiento público; sin embargo en los minutos que tuvo para disfrutar los aplausos, solo alcanzó a desear que Rodolfo la hubiera acompañado en su pequeño momento de gloria.

A la mañana siguiente, muy temprano, Rodolfo apareció en la casa que albergaba a Victoria con una deliciosa variedad de panes y frutas para el desayuno, acompañadas con la edición aún fresca del periódico del día. La fotografía de Victoria y de la Primera Dama ocupaba la página frontal de la edición de Sociales, seguida de la transcripción del emotivo discurso del día anterior.

- ¡Felicitaciones, Victoria!- exclamó Rodolfo mientras aprovechaba el momento y la abrazaba con los ojos cerrados. Desayunaron juntos, tomándose el tiempo para describir y comentar las experiencias y conversaciones vividas en las 30 horas en las que estuvieron separados. Fue un desayuno largo que duró hasta la hora de almorzar y salieron de la casa para encontrar un restaurante a su gusto.

Ningún lugar parecía agradarles. Victoria buscaba comida vegetariana oriental y Rodolfo quería probar mariscos y pescado. Finalmente prefirieron pasar por un mercado y comprar lo que hacía falta para cocinar en el departamento de Rodolfo, quien amablemente lo puso a disposición para el almuerzo.

Era una tarde de abril cualquiera, sin trascendencia aparente para la dinámica ciudad metropolitana.  Una tarde apacible, en la que la más elaborada descripción romántica sobraría a la sombra de las emociones indecibles de las manos entrelazadas, de la respiración agitada al unísono, de las miradas cómplices; Victoria y Rodolfo se miraron de una manera en la que no habían mirado a nadie más.

Otro día y otra noche no tardaron en llegar y el tiempo no demoró en irse del pequeño departamento y de su fascinante vista a las montañas. Desnudos frente al ventanal, Victoria y Rodolfo jugaron a hacer planes, a imaginarse viajes exóticos y a construirse casas con patio posterior. Tanto jugaron que la despedida los sorprendió de vuelta en el puerto, al pie de la Residencia Valladares.

- Hasta pronto, Rodolfo,- musitó Victoria, con la voz quebrada, evidentemente afectada pero con la pasividad de quien está acostumbrada a fingir serenidad. - Gracias por todo, por este viaje maravilloso que no olvidaré - dijo Victoria con palabras llenas de la esperanza de recibirlas de vuelta. Siempre detallista, sacó de su cartera un cofre pequeño de terciopelo con un llavero diseñado especialmente para ella en Italia. Su impulso de generosidad le pareció un gesto vulgar, pero inevitablemente depositó el obsequio en las manos de Rodolfo. Dijo algo relacionado con el tiempo compartido y con el recuerdo siempre presente. Con el corazón aún en la mano, se bajó del auto y entró a su casa de inmediato.

En su dormitorio la esperaba su marido, que la colmó de besos, de caricias y de elogios bien merecidos. Ella evitó mirar en sus ojos su propia tristeza y mientras desempacaba, le fue contando las experiencias que merecían ser contadas. Las otras las fue saboreando noche tras noche, en su cama, en su mente, en su vida.

Rodolfo también llegó a su casa, también recordó la luna sobre las montañas y también se acostó en silencio junto a su esposa dormida.

Rodolfo no dejó pasar mucho tiempo antes de ver a Victoria nuevamente. Una tarde de martes le envió una nota invitándola a un día de campo en las afueras de la ciudad. Victoria cuidó cada detalle como si fuera el servicio de un hotel de lujo. En una canasta elegante ordenó que colocaran vino, copas de cristal, cubiertos de plata, manteles de lino, la mejor vajilla. Llevó las viandas más finas y exquisitas que pudo encontrar y se arregló con impaciencia. Rodolfo estuvo por su casa a las doce en punto y en poco menos de una hora llegaron a un claro deshabitado, junto al río que atravesaba la todavía incipiente ciudad.

Los dos disfrutaron de los pequeños grandes lujos de un almuerzo en el campo y sobre todo de su ansiada compañía. Se pusieron al tanto de las últimas novedades domésticas mientras no paraban de sonreír y de tomarse las manos. En realidad se sentían en su propio paraíso a menos de 30 kilómetros de su cárcel. Hablaron de envejecer juntos, de construir la casa que habían soñado en ese mismo sitio, a la sombra del árbol, al borde del agua.

- Cambiaría todo lo que tengo por una sencilla casa al pie del río, sin avenidas, sin ruido, sin arrepentimientos; lejos de todo lo conocido, - dijo Victoria con la sinrazón de los enamorados.

- Empezar todo de nuevo…- meditó Rodolfo. - Una casa, una nueva vida, niños pequeños jugando en el patio y todo el tiempo para nosotros dos. Usted, Victoria, es el amor de mi vida, mi destino y mi historia.-

Victoria bajó la mirada. Nada la hubiera hecho más feliz que un par de niños jugando descalzos en el jardín. Sería un niño mayor y una niña, la niña tendría rizos dorados y la vestiría siempre de violeta, y se llamaría como ella. El niño sería fuerte y decidido, le gustaría jugar con el balón y cuidar a los animales desamparados como su padre. El dolor le nubló los ojos por un momento y empezó a llorar.

- Rodolfo -, se lamentó Victoria, - Eso no puede ser…….¡Yo no puedo tener hijos! -

Rodolfo pasó el resto de la tarde consolando a Victoria. Le acarició la cabeza, le tomó de las manos, le besó los labios con delicadeza y le juró su amor eterno. Cuando el sol empezó a bajar, emprendieron el regreso a la ciudad. Nuevamente, frente a la mansión Valladares, se despidieron. Hubiera parecido que para siempre. Rodolfo tomó la delicada mano blanca entre las suyas y la besó con pasión. Con pasión y con tristeza.

Es curiosa la capacidad humana para adaptarse a las circunstancias, a los eventos que marcan profundamente una vida, sin que el resto de semejantes se de por enterado. Victoria y Alberto se veían mejor que nunca, se los encontraba en todos los eventos de la alta sociedad y año tras año se referían a ellos como la pareja modelo. Coincidencialmente, el Doctor Valladares se encontraba organizando el banquete de celebración de la premiación de su esposa con el galardón “Mujer del año” que otorgaba el Alcalde cada 24 de abril. Alberto estaba esperando el elevador al pie del moderno “Edificio Valladares”, cuando vio acercarse a Rodolfo que acudía a realizar una gestión de negocios.

- ¡Don Rodolfo, qué gusto verlo! - le dijo tan efusivamente como pudo, mientras le estrechaba ambas manos con calidez. Las familias de Rodolfo y Alberto se conocían desde hacía varias generaciones y aunque no conservaron una amistad estrecha, sabían muy bien quién era quién en la ciudad. Dadas las circunstancias del pasado, Rodolfo había evitado cualquier acercamiento con la Familia Valladares, hasta ese fortuito encuentro en un elevador.

- Tanto gusto, Don Alberto,- le respondió Rodolfo con cortesía, -¿Cómo está la familia?-

- ¡Estupendamente! - le sonrió el Doctor. - Casualmente me encuentro haciendo los preparativos para la fiesta. Se habrá enterado que mi esposa Victoria será premiada por el Alcalde,- preguntó inquisitivamente.

- Por supuesto,- mintió Rodolfo, -es un orgullo para todos.-

- Mire, Rodolfo, - comentó Alberto por lo bajo, - no hemos sido muy amigos, pero nos sentiríamos honrados si es que usted nos puede acompañar la noche del viernes en nuestra casa.- Rodolfo abrió disimuladamente los ojos y ensayó una disculpa apresurada para no asistir.

- De ninguna manera,- insistió Alberto, - esas gestiones pueden esperar, éste es un evento muy importante y no acepto un no por respuesta. Nos vemos el viernes, estimado Rodolfo.- Diciendo esto, Alberto se bajó en el piso 15.

Cuando Rodolfo le contó a su esposa la escena del elevador, se puso sumamente contenta. Luego del almuerzo se puso a organizar su armario y a escoger el atuendo perfecto para la ocasión. Preparó sus mejores joyas, buscó su mejor cartera, y por supuesto, salió a comprar zapatos nuevos.

Llegó triunfal el viernes de Victoria. Desde la mañana, La Alcaldía presentaba el movimiento inusitado de los días especiales. Gente corriendo, funcionarios apurados, reporteros buscando el mejor sitio para cubrir el evento. Victoria se veía radiante, llevaba el pelo recogido y la mirada iluminada por el reconocimiento público a su labor y esfuerzo. Estaba complacida y compartió su premio con generosas sonrisas que regaló a todos quienes le acompañaron en el festejo. Incluso a Rodolfo y su esposa, quienes se acercaron a felicitarla durante la recepción.

Las dos damas elegantes se saludaron con educado afecto y en poco tiempo charlaron con vivo interés sobre los temas sociales que tanto apasionaban a Victoria. Victoria la miró a los ojos durante toda su charla, quería ver a profundidad, llegar hasta el fondo de las preguntas que se quedaron a vivir en su cabeza, preguntas sobre el deseo, sobre el olvido, sobre la vida, sobre las promesas. Preguntas sobre el amor. Pronto, la conversación derivó en temas mundanos y hablaron de mil y un cosas que pueden tener en común dos elegantes amas de casa. Victoria le escuchó hablar de sus hijos con mucho orgullo, un niño y una niña que eran el vivo retrato de su padre. Abrió su cartera para mostrar que las fotos no hacían justicia a la belleza de sus pequeños y sacó un hermoso llavero de diseño italiano – regalo de su esposo – al que le había adaptado las fotos de sus tesoros.

Las miradas de Victoria y Rodolfo se cruzaron fugazmente. Las miradas contienen lo que los silencios no pueden contener y las palabras no alcanzan a declarar. En todo caso fueron miradas definitivas.

Once meses después, Rodolfo recibió una escueta nota escrita a mano sobre un fino papel que procedía del escritorio del Doctor Valladares del Castillo. La nota decía simplemente: “Victoria necesita verlo, venga de urgencia esta tarde a la habitación 402 del Hospital Británico. Con aprecio, Alberto”.  Rodolfo releyó la nota, le intrigaba este giro inesperado y sobre todo esta urgencia con que el Doctor lo citaba, sobre todo esta relación con Victoria. Con Victoria a quien había herido tanto como había amado. Arregló los asuntos más importantes de la oficina, se colocó su sombrero negro y salió hacia el hospital.

Cuando llegó al cuarto piso y a la habitación 402, le extrañó que no hubieran ventanas y que las paredes tuvieran un decaído color amarillo. Yacía Victoria en la camilla de la que salían tubos y cables conectados a maquinas incomprensibles e inútiles. Sus ojos, una vez llenos de vida, lo miraban atormentados y con la indeterminación de los muertos en vida. Victoria estaba apagándose, víctima de un cáncer fulminante que le había robado el color de su cuerpo y hasta sus últimos suspiros de nostalgia.

A su lado izquierdo se encontraba Alberto, con su mano inerme de su mujer entre las suyas. Saludó cortésmente a Rodolfo y lo invitó a sentarse al lado derecho de la camilla. No hubo palabras que no hicieron falta. Los presentes sabían el papel que cada uno había jugado y esa tarde no hubo reproche ni lamento.

Rodolfo tomó la mano extendida y el contacto con su piel fue un corrientazo que recorrió sus memorias hasta llegar a sus ojos. Y Rodolfo lloró, lloró por el tiempo perdido, por ella, por él, por Alberto, por la culpa y por la casa en el río. Lloró porque tampoco podía hacer otra cosa.  En su último esfuerzo humano, Victoria levantó pesadamente sus manos e intentó juntarlas, giró la cabeza a ambos lados y sonrió mientras pronunciaba un “te amo” empañado de lágrimas. Victoria murió.


Todos los relatos son reales. Todos menos uno.  

Wednesday, October 9, 2013

Conmigo Mismo


Aurelio era un hombre de mediana edad, exitoso en los negocios, ingenioso para las palabras y con una amante. En estos asuntos cardíacos,  siempre había procedido con la mayor cautela, lugares apartados,  horas improbables y una lista de excusas y coartadas a prueba de balas. Su posición en la sociedad era muy reconocida, más ahora que estaba postulando a un cargo público en la pequeña ciudad en la que vivían. Su esposa, hija de un apellido ilustre, se dedicaba por entero a las manualidades que le habían hecho una trayectoria artística sumamente popular entre las doñas de su misma generación y estrato social. Entre pinturas sobre tela, bordados primorosos y manualidades con yeso, Mercedes había criado a dos hijos, doctor a punto de graduarse el primero y aspirante de arquitecto el segundo. Ninguno de los dos había seguido el legado paterno de importación y comercio, ya que las habilidades innatas de negociación y los dones del convencimiento de su padre no fueron parte de su herencia y prefirieron – con mucho acierto – salir a encontrar sus propias inclinaciones y destinos.

Con toda su vida correctamente estructurada, parte del atractivo de conseguirse una amante es lo prohibido, el gran riesgo que revive la emoción infantil de hacer travesuras y de salirse con la suya.

/“Una aventura, es más bonita,
si aquellas rosas prohibido saber
quien las regaló”/

pasó cantando esa mañana de abril por los corredores de la oficina, dedicando un guiño cómplice hacia la sonrisa coqueta con la que le respondían detrás del escritorio.

Daniela era secretaria de la oficina de Representaciones Pesantez Morales por un poco más de seis meses. Con lugar a dudas, pero con pocas de ellas, su escasa cintura le había procurado la posición de secretaria comercial, función que fue creada dentro de la empresa debido a sus “evidentes habilidades administrativas y su amplia experiencia con el manejo de personal de ventas”. Por su parte, ella cumplía usando ropa cada vez más reveladora y cabello cada vez más rubio. Las compañeras de oficina, a las que nada se les escapaba, miraban sus poses, sus actitudes y lo adivinaban todo, sobre todo en los días en los que salía temprano con el pretexto de “terminar el trabajo desde la casa”.

Para el mediodía de dicho abril,  Don Aurelio regresó a su escritorio para preparar las estrategias de su tan ansiada campaña electoral, cuando la secretaria comercial irrumpió en sus pensamientos abriendo la puerta de improvisto.

- ¿Cómo está, Don Aurelio?, ¿cómo ha amanecido? Perdone que le interrumpa, solo quería saber si podemos dedicar un momentito para revisar las comisiones para el área de ventas? Este mes han sido particularmente buenas, creo que hay que premiar al equipo comercial por el excelente desempeño que han tenido… tengo algunas ideas sobre lo que podemos hacer... A propósito, muchas gracias por el ramo de flores, usted si sabe como halagar a una mujer,- lo dijo mientras se sentaba lentamente frente al escritorio de Aurelio, haciendo evidente su escote de piel morena detrás del brevísimo cardigan de hilo blanco.

- Creo que tantas atenciones deben ser correspondidas, jefe. Y me encantaría demostrarle mi aprecio, pero ya no quiero que nos veamos tan de vez en cuando ni tan tarde en la noche, que estoy muy cansada después de trabajar todo el día… quiero que demuestre lo importante que soy para usted. Vamos a nuestro lugar al mediodía.-

Aurelio siempre había mantenido su postura de hombre importante y en total control de la situación, pero, - la primavera, sería – lo tenía sudando detrás de su gigante escritorio de roble.

- Eh.. no tiene de qué, Señorita Daniela, usted se merece todas las rosas, pero este día en particular tengo muchas cosas que preparar, está el cierre de mes, la campaña, usted sabe,- dijo con un poco de vacilación que ella supo interpretar a la perfección.

- Yo solo sé que las cosas seguirán aquí cuando regresemos. En cambio, hay asuntos que no deberían esperar- se le oyó decir a Daniela con un guiño de ojo. Acto seguido se levantó con dirección a la puerta, revelando la mejor de sus poses y dejando a un Aurelio sin palabras.

Nuevamente solo frente a sus papeles, Aurelio ya no supo concentrarse, prendió la computadora, buscó unos papeles sólo para darse cuenta que no los necesitaba. Ese momento supo que el juego ya había ido demasiado lejos, pero no tuvo la voluntad para dejar de jugarlo otra vez. Hizo un par de llamadas de logística, se arregló la camisa, el poco pelo que le quedaba y salió de su oficina.  Pasó por el corredor y en voz alta, para que la jefe de área escuchara,  pidió a Daniela:
- Señorita Daniela, acabo de hablar con nuestro proveedor más importante y tiene dudas con respecto a la última liquidación que le enviamos. Por favor acompáñeme de urgencia a sus oficinas y traiga el archivo de facturas.-

- Por supuesto, Doctor,- dijo Daniela.  Ni corta ni perezosa, alcanzó la primera carpeta que estaba cerca y siguió a Aurelio hacia el parqueadero con una inconfundible sonrisa de picardía.

Ese medio día fue memorable. Nada enloquecía más a Aurelio que este juego de seducción. Las ropas en el piso, el ventilador encendido y su corazón latiendo apresuradamente lo hacían sentir nuevamente un Don Juan, capaz de todas las hazañas amorosas y protagonista de todas las historias galantes que de él se contaban. Ahhh, nuevamente era Aurelio, El Conquistador.  Mientras recuperaba su respiración, se echó de espaldas a mirarse en el techo de espejos. Las astas se sucedían de manera intrascendente y pensó en lo que estaba haciendo. A veces venía este sentimiento de culpa luego de haberse dado semejante gusto. Pensó en su familia, en su carrera y en cada uno de los riesgos que estaba corriendo por haber prestado oídos a sus deseos y al instinto que a todos nos habla en alguna ocasión. Pensó en su esposa Mercedes  y en la mirada que le lanzaría si lo viera en esta vergonzosa posición, siendo arrastrado por el ansia y por el curvilíneo cuerpo recostado a su costado. ¿Es posible serte infiel pero serte leal? – preguntó a su reflejo cubierto por una sábana lavada cientos de veces. Se sintió pequeñito e inmediatamente se levantó de la cama.                                                                                                            

Casi sin hablar, pero en perfecta coordinación, la pareja se vistió y se apresuró a salir del motel. Este sitio en particular, se halla alejado de la ciudad, en un lugar al norte en el que se encuentran únicamente fábricas y locales de dudosa – sin lugar a dudas – reputación.

Aurelio se subió pensativo al coche y Daniela a su lado, apresurada y arreglándose el pelo, sin mayores esperanzas de que regresara a su estado original. En esas se encontraban cuando al salir del parqueadero hacia la avenida principal, un lujoso SUV azul oscuro casi les choca de lado. Con el rabo del ojo, Aurelio logró mirar al conductor con primitiva furia que se transformó en auténtico pavor, cuando se dio cuenta que era el auto de la mejor amiga de su esposa, el auto nuevo de su compadre Arturo.

Horror. Tragedia. Angustia. Aurelio no alcanzaba a pensar en nada más mientras apretaba las manos sobre el volante. ¿Sería posible que no lo hubiera visto? Miró por el retrovisor y alcanzó a ver al auto azul, aun detenido a un lado del camino, como reponiéndose del sobresalto. Imposible haber pasado desapercibido. Siguió manejando en silencio sin destino por unos larguísimos segundos, cuando la voz que estaba a su lado hablando sin parar, de repente se hizo audible, estruendosa.

- ¡Don Aurelio, casi nos mata esa loca y usted no dice ni una palabra!, deberíamos regresar y hacerle saber con quienes se ha metido…-

Aurelio sintió entonces un hilillo frío por su espalda y detuvo el auto en la primera recta que la nueva ley de tránsito le permitió.

- Señorita Daniela – dijo con firmeza – le voy a pedir que se baje aquí y que regrese a la oficina para que recoja sus cosas. Está despedida. - dijo a la par que se inclinaba para cerrar de sopetón la puerta del lado del pasajero. Pobre Daniela, se quedó con sus carpetas en una esquina alejada de la ciudad, mientras Don Aurelio aceleraba por el camino contrario.

Sorteando el intenso tráfico de medio día e ignorando más de un semáforo, llegó hasta su casa en menos de diez minutos. Se bajó de su auto, se compuso lo mejor que pudo, respiró hondo y entró por la puerta trasera. Ahí la encontró, en la cocina, recién llegada de la peluquería y sacando del horno los bocaditos que serviría esa noche de barajas a sus compadres. Estaba preparando la decoración cuando entró calladito Aurelio y la rodeó con sus brazos. Empezó a besarla por el cuello, le habló un par de tonterías románticas y subidas de tono al oído, con su mejor voz de lujuria. Le dijo que la había pensado todo el día, que no encontraba la hora de salir de esa oficina aburrida y que a pesar de los años, la seguía deseando como el primer día.

Sin dejar de besarla y recorrerla con sus manos, Aurelio la fue sacando de la cocina y dirigiéndola hacia el auto mal estacionado en el frente de la casa. Mercedes sonreía, se sentía halagada y entretenida con esta actitud juguetona de su esposo. Se dejó llevar entre excusa y excusa, - que la comida, que su maquillaje, que la casa - hacia la puerta. Un timbre de teléfono la distrajo, era su celular que sonaba con tono urgente. Quiso regresar por él hacia su dormitorio, pero la mano grande de su esposo la retuvo. - Hay cosas que no deben esperar,- le dijo y la subió al auto.

Dos horas más tarde, los esposos Pesantez regresaban a su casa tomados de las manos. Regresaron riendo como víctimas de un ataque de gas hilarante.  Parecían más jóvenes, más animosos, más atractivos. Entraron en su casa como se entra a las casas propias, - por la cocina -, en donde les esperaba su hijo menor.
- ¿Cómo es posible que hayan desaparecido sin decir nada?- Les preguntó, visiblemente enfadado y extendió a Mercedes el móvil que indicaba varias llamadas perdidas.

- Los teléfonos celulares se hicieron para llevarlos, no para dejarlos olvidados en la casa. Mamá, tu comadre te ha llamado unas 10 veces por lo menos. Dice que es urgente y que le devuelvas la llamada.-

Entre risa y risa, subió juguetonamente a su habitación para hablar con más libertad. Marcó el número de su amiga.

- ¿Gracielita? ¿Me llamaste? Perdona, yo no sé donde dejo las cosas, mi hijo tiene razón con eso de que nunca me llevo el celular. Si vienen para la casa hoy noche? -

Graciela tragó en seco al otro lado de la línea y se le oyó decir en un tono muy serio:

- ¿Dónde te habías metido? Te he estado llamando desde el mediodía, porque hay algo que tengo que contarte. Perdona amiga que me meta en tu vida privada, pero hoy vi el auto de tu marido cuando iba camino al taller, por el norte. ¡Estaba en uno de esos moteles! No puedo creer que Aurelio, que es tan serio, tan prudente, esté metido en semejante inmoralidad. Te aviso Merceditas para que estés al tanto y no vayas a ser la última en enterarte. -

Graciela esperaba ser el paño de lágrimas de su amiga traicionada, pero casi se cae de espaldas cuando oyó en su teléfono una risa larga y sonora. Una risa con ganas.

- Perdona Graciela, perdona que me ría con lo que me dices, pero te tengo que contar lo que pasó hoy. Hoy vino mi marido temprano a la casa luego de una reunión y estaba tan ansioso que me convenció y prácticamente me arrastró a uno de esos moteles. Alguna vez le había comentado que me gustaría conocer alguno y las cosas se dieron justo hoy. No te digo detalles, pero fue fabuloso, como si fuera la primera vez. Tranquila, Gracielita, que es verdad que Aurelio estaba en ese motel, pero era conmigo misma.-

Todos los relatos son reales. Todos menos uno.