La esposa
del apuesto Doctor Alberto Valladares del Castillo. La mujer del año, elegida
por las damas de la Junta de Beneficencia. La presencia más repetida en todos
los brindis y reuniones de la crema y nata de la ciudad porteña. Esa era
Victoria. Esa y muchas más fue, para su marido, para la sociedad y para el
hombre por el que ella hubiera dejado todo.
La presencia
de Victoria había sido requerida por la primera dama de la república como una
colaboración especial en la elaboración de las políticas sociales.
Específicamente sobre el mejoramiento de las condiciones de la infancia
desamparada, tema en el que se había entregado por completo desde su juventud.
Su obra era un referente para las fundaciones y organismos de ayuda que
operaban en el país, por los magníficos resultados que su trabajo había
logrado. Tenía todo el tiempo y la energía necesarias porque el universo no le
concedió lo que había anhelado. Victoria no podía tener hijos.
Intentaron
por pocos años y finalmente se dieron por vencidos, frente a la incomodidad de
acudir a un especialista en un problema del que los estudios e investigaciones
estaban apenas en pañales. Temiendo en el fondo, interrumpir la activa vida
social que llevaban, el Doctor Valladares declaró que la entrega de su familia
a la sociedad y a la patria requería de todo su tiempo y atención. Ella lo
aceptó sin rechistar, como se esperaba que lo hiciera.
Para subir a
la Sierra y llegar al Palacio de Gobierno, necesitaba nuevos pares de zapatos y
vestuario apropiado para la ocasión y el clima. Llamó entonces a su amiga Isabel y
le pidió ayuda. Por la tarde se encontraron en la zapatería mejor surtida de la
ciudad.
Isabel era
su amiga soltera, atractiva, con un cuerpo al que nunca le faltó insolencia ni
pretendientes. Barajaba a sus amores como quería, con la esperanza de encontrar
en uno de ellos su “As bajo la manga”, su pase al “gran mundo”. Esa tarde
Isabel pidió a su nuevo amigo Rodolfo que las acompañase. Al conocer el
cometido, Rodolfo accedió encantado a servir de compañía a damas tan hermosas e
interesantes.
En cuanto
Rodolfo se fijó en los pies de Victoria, la deseó de inmediato. Tenía una
predilección casi profana hacia los pies de las mujeres, por lo que seguía con
divertida atención su meticulosa búsqueda del zapato perfecto. Llegado el
momento de probárselos, Rodolfo no podía disimular el ansia que le provocaba la
desnudez de sus pies. Le parecieron como dos conejitos blancos buscando
refugio. Como decía acerca de la belleza femenina, es más insinuante lo mucho
que la ropa puede esconder ante lo poco que la piel puede enseñar.
La vio
calzarse un par tras otro, admiró sus pies, se embelesó con sus tobillos y se
alucinó con su sonrisa de satisfacción cuando encontró el par ganador. Sintió,
en algún lugar desconocido de su alma, que ya la conocía desde el principio de
los tiempos. No dudó en ponerse a las órdenes para trasladar por tierra a las
amigas en su travesía hacia la capital.
Victoria
salió muy elegante de su casa, con una falda anaranjada, un pañuelo de seda y con sus
relucientes zapatos nuevos. Inició el viaje en el asiento delantero junto a
Rodolfo, ya que Isabel conversaba
alegremente con el amigo que llevó Rodolfo y que hizo la contribución del
amplio Cadillac que los iba llevar más allá de las 10 horas que los separaban
de las montañas.
Rodolfo
miraba de reojo a la mujer del Doctor Valladares. Tenía una belleza que sin ser
deslumbrante, era persistente en la memoria de quienes tenían el privilegio de
compartir tiempo con ella. Su piel era delgada, pálida y perfecta, el marco
ideal para sus ojos claros y mirada transparente.
Luego de
varias horas de manejo, las parejas cambiaron de posición y ahora Rodolfo iba
atrás con Victoria. Conversaron animadamente por las horas que les quedaron y
así supo Rodolfo que a Victoria le encantaba leer y escribir poesía y que tenía
especial predilección por los débiles y desamparados.
Rodolfo le
habló sobre su infancia en la hacienda de su padre, sobre sus imposibles pero
divertidísimas aventuras adolescentes y sobre la infinita ternura que le
inspiraban los ojos de los animales. Victoria lo escuchaba entre absorta y
encantada y sobre ese asiento de automóvil sintió por primera que el tiempo
dejó su encierro de reloj y se transformó en sin fin de oportunidades de
encontrar su propio reflejo en los ojos de la persona amada. Anocheció sin
desearlo y de pronto las primeras luces de la ciudad les dieron el encuentro.
A
regañadientes, pero pintado de sonrisas, Rodolfo consultó la dirección de la
familia que recibiría por una semana a las ilustres visitantes. Sin mayor
ceremonia, los nuevos amigos se despidieron en la puerta de entrada. Un beso en
el dorso de la mano terminó con un viaje, pero inevitablemente inició otro.
El día
siguiente, el salón amarillo de la casa presidencial recibió a una Victoria
radiante. Vestida de alegría y calzada con la seguridad que da ponerse los
zapatos perfectos, su sonrisa derretía el hielo en la reunión organizada por la
primera dama.
Habían
acudido representantes de las otras ciudades del país y de organizaciones de
ayuda social, quienes oyeron atentamente el discurso preparado por Victoria.
Fue tal el ímpetu con el que habló y a la misma vez, la dulzura de sus
palabras, que los medios de comunicación alcanzaron a guardar para el recuerdo
unas lágrimas disimuladas de la primera dama. Era uno de los momentos
culminantes para Victoria, tenía admiración, fama, y reconocimiento público;
sin embargo en los minutos que tuvo para disfrutar los aplausos, solo alcanzó a
desear que Rodolfo la hubiera acompañado en su pequeño momento de gloria.
A la mañana
siguiente, muy temprano, Rodolfo apareció en la casa que albergaba a Victoria
con una deliciosa variedad de panes y frutas para el desayuno, acompañadas con
la edición aún fresca del periódico del día. La fotografía de Victoria y de la
Primera Dama ocupaba la página frontal de la edición de Sociales, seguida de la
transcripción del emotivo discurso del día anterior.
- ¡Felicitaciones,
Victoria!- exclamó Rodolfo mientras aprovechaba el momento y la abrazaba con
los ojos cerrados. Desayunaron juntos, tomándose el tiempo para describir y
comentar las experiencias y conversaciones vividas en las 30 horas en las que
estuvieron separados. Fue un desayuno largo que duró hasta la hora de almorzar
y salieron de la casa para encontrar un restaurante a su gusto.
Ningún lugar
parecía agradarles. Victoria buscaba comida vegetariana oriental y Rodolfo
quería probar mariscos y pescado. Finalmente prefirieron pasar por un mercado y
comprar lo que hacía falta para cocinar en el departamento de Rodolfo, quien
amablemente lo puso a disposición para el almuerzo.
Era una
tarde de abril cualquiera, sin trascendencia aparente para la dinámica ciudad
metropolitana. Una tarde apacible, en la
que la más elaborada descripción romántica sobraría a la sombra de las
emociones indecibles de las manos entrelazadas, de la respiración agitada al
unísono, de las miradas cómplices; Victoria y Rodolfo se miraron de una manera
en la que no habían mirado a nadie más.
Otro día y
otra noche no tardaron en llegar y el tiempo no demoró en irse del pequeño
departamento y de su fascinante vista a las montañas. Desnudos frente al
ventanal, Victoria y Rodolfo jugaron a hacer planes, a imaginarse viajes
exóticos y a construirse casas con patio posterior. Tanto jugaron que la
despedida los sorprendió de vuelta en el puerto, al pie de la Residencia
Valladares.
- Hasta
pronto, Rodolfo,- musitó Victoria, con la voz quebrada, evidentemente afectada
pero con la pasividad de quien está acostumbrada a fingir serenidad. - Gracias
por todo, por este viaje maravilloso que no olvidaré - dijo Victoria con
palabras llenas de la esperanza de recibirlas de vuelta. Siempre detallista,
sacó de su cartera un cofre pequeño de terciopelo con un llavero diseñado
especialmente para ella en Italia. Su impulso de generosidad le pareció un
gesto vulgar, pero inevitablemente depositó el obsequio en las manos de
Rodolfo. Dijo algo relacionado con el tiempo compartido y con el recuerdo
siempre presente. Con el corazón aún en la mano, se bajó del auto y entró a su
casa de inmediato.
En su
dormitorio la esperaba su marido, que la colmó de besos, de caricias y de
elogios bien merecidos. Ella evitó mirar en sus ojos su propia tristeza y
mientras desempacaba, le fue contando las experiencias que merecían ser
contadas. Las otras las fue saboreando noche tras noche, en su cama, en su
mente, en su vida.
Rodolfo
también llegó a su casa, también recordó la luna sobre las montañas y también
se acostó en silencio junto a su esposa dormida.
Rodolfo no
dejó pasar mucho tiempo antes de ver a Victoria nuevamente. Una tarde de martes
le envió una nota invitándola a un día de campo en las afueras de la ciudad.
Victoria cuidó cada detalle como si fuera el servicio de un hotel de lujo. En
una canasta elegante ordenó que colocaran vino, copas de cristal, cubiertos de
plata, manteles de lino, la mejor vajilla. Llevó las viandas más finas y
exquisitas que pudo encontrar y se arregló con impaciencia. Rodolfo estuvo por
su casa a las doce en punto y en poco menos de una hora llegaron a un claro
deshabitado, junto al río que atravesaba la todavía incipiente ciudad.
Los dos
disfrutaron de los pequeños grandes lujos de un almuerzo en el campo y sobre todo
de su ansiada compañía. Se pusieron al tanto de las últimas novedades
domésticas mientras no paraban de sonreír y de tomarse las manos. En realidad
se sentían en su propio paraíso a menos de 30 kilómetros de su cárcel. Hablaron
de envejecer juntos, de construir la casa que habían soñado en ese mismo sitio,
a la sombra del árbol, al borde del agua.
- Cambiaría
todo lo que tengo por una sencilla casa al pie del río, sin avenidas, sin
ruido, sin arrepentimientos; lejos de todo lo conocido, - dijo Victoria con la
sinrazón de los enamorados.
- Empezar
todo de nuevo…- meditó Rodolfo. - Una casa, una nueva vida, niños pequeños
jugando en el patio y todo el tiempo para nosotros dos. Usted, Victoria, es el
amor de mi vida, mi destino y mi historia.-
Victoria
bajó la mirada. Nada la hubiera hecho más feliz que un par de niños jugando
descalzos en el jardín. Sería un niño mayor y una niña, la niña tendría rizos
dorados y la vestiría siempre de violeta, y se llamaría como ella. El niño
sería fuerte y decidido, le gustaría jugar con el balón y cuidar a los animales
desamparados como su padre. El dolor le nubló los ojos por un momento y empezó
a llorar.
- Rodolfo -,
se lamentó Victoria, - Eso no puede ser…….¡Yo no puedo tener hijos! -
Rodolfo pasó
el resto de la tarde consolando a Victoria. Le acarició la cabeza, le tomó de
las manos, le besó los labios con delicadeza y le juró su amor eterno. Cuando
el sol empezó a bajar, emprendieron el regreso a la ciudad. Nuevamente, frente
a la mansión Valladares, se despidieron. Hubiera parecido que para siempre.
Rodolfo tomó la delicada mano blanca entre las suyas y la besó con pasión. Con pasión
y con tristeza.
Es curiosa
la capacidad humana para adaptarse a las circunstancias, a los eventos que
marcan profundamente una vida, sin que el resto de semejantes se de por
enterado. Victoria y Alberto se veían mejor que nunca, se los encontraba en
todos los eventos de la alta sociedad y año tras año se referían a ellos como
la pareja modelo. Coincidencialmente, el Doctor Valladares se encontraba
organizando el banquete de celebración de la premiación de su esposa con el
galardón “Mujer del año” que otorgaba el Alcalde cada 24 de abril. Alberto
estaba esperando el elevador al pie del moderno “Edificio Valladares”, cuando
vio acercarse a Rodolfo que acudía a realizar una gestión de negocios.
- ¡Don
Rodolfo, qué gusto verlo! - le dijo tan efusivamente como pudo, mientras le
estrechaba ambas manos con calidez. Las familias de Rodolfo y Alberto se
conocían desde hacía varias generaciones y aunque no conservaron una amistad
estrecha, sabían muy bien quién era quién en la ciudad. Dadas las
circunstancias del pasado, Rodolfo había evitado cualquier acercamiento con la
Familia Valladares, hasta ese fortuito encuentro en un elevador.
- Tanto
gusto, Don Alberto,- le respondió Rodolfo con cortesía, -¿Cómo está la familia?-
-
¡Estupendamente! - le sonrió el Doctor. - Casualmente me encuentro haciendo los
preparativos para la fiesta. Se habrá enterado que mi esposa Victoria será
premiada por el Alcalde,- preguntó inquisitivamente.
- Por
supuesto,- mintió Rodolfo, -es un orgullo para todos.-
- Mire,
Rodolfo, - comentó Alberto por lo bajo, - no hemos sido muy amigos, pero nos
sentiríamos honrados si es que usted nos puede acompañar la noche del viernes
en nuestra casa.- Rodolfo abrió disimuladamente los ojos y ensayó una disculpa
apresurada para no asistir.
- De ninguna
manera,- insistió Alberto, - esas gestiones pueden esperar, éste es un evento
muy importante y no acepto un no por respuesta. Nos vemos el viernes, estimado
Rodolfo.- Diciendo esto, Alberto se bajó en el piso 15.
Cuando
Rodolfo le contó a su esposa la escena del elevador, se puso sumamente
contenta. Luego del almuerzo se puso a organizar su armario y a escoger el
atuendo perfecto para la ocasión. Preparó sus mejores joyas, buscó su mejor
cartera, y por supuesto, salió a comprar zapatos nuevos.
Llegó triunfal
el viernes de Victoria. Desde la mañana, La Alcaldía presentaba el movimiento
inusitado de los días especiales. Gente corriendo, funcionarios apurados,
reporteros buscando el mejor sitio para cubrir el evento. Victoria se veía
radiante, llevaba el pelo recogido y la mirada iluminada por el reconocimiento
público a su labor y esfuerzo. Estaba complacida y compartió su premio con generosas
sonrisas que regaló a todos quienes le acompañaron en el festejo. Incluso a
Rodolfo y su esposa, quienes se acercaron a felicitarla durante la recepción.
Las dos
damas elegantes se saludaron con educado afecto y en poco tiempo charlaron con
vivo interés sobre los temas sociales que tanto apasionaban a Victoria.
Victoria la miró a los ojos durante toda su charla, quería ver a profundidad,
llegar hasta el fondo de las preguntas que se quedaron a vivir en su cabeza,
preguntas sobre el deseo, sobre el olvido, sobre la vida, sobre las promesas.
Preguntas sobre el amor. Pronto, la conversación derivó en temas mundanos y hablaron
de mil y un cosas que pueden tener en común dos elegantes amas de casa.
Victoria le escuchó hablar de sus hijos con mucho orgullo, un niño y una niña
que eran el vivo retrato de su padre. Abrió su cartera para mostrar que las
fotos no hacían justicia a la belleza de sus pequeños y sacó un hermoso llavero
de diseño italiano – regalo de su esposo – al que le había adaptado las fotos
de sus tesoros.
Las miradas
de Victoria y Rodolfo se cruzaron fugazmente. Las miradas contienen lo que los
silencios no pueden contener y las palabras no alcanzan a declarar. En todo
caso fueron miradas definitivas.
Once meses
después, Rodolfo recibió una escueta nota escrita a mano sobre un fino papel
que procedía del escritorio del Doctor Valladares del Castillo. La nota decía
simplemente: “Victoria necesita verlo, venga de urgencia esta tarde a la
habitación 402 del Hospital Británico. Con aprecio, Alberto”. Rodolfo releyó la nota, le intrigaba este
giro inesperado y sobre todo esta urgencia con que el Doctor lo citaba, sobre
todo esta relación con Victoria. Con Victoria a quien había herido tanto como
había amado. Arregló los asuntos más importantes de la oficina, se colocó su
sombrero negro y salió hacia el hospital.
Cuando llegó
al cuarto piso y a la habitación 402, le extrañó que no hubieran ventanas y que
las paredes tuvieran un decaído color amarillo. Yacía Victoria en la camilla de
la que salían tubos y cables conectados a maquinas incomprensibles e inútiles.
Sus ojos, una vez llenos de vida, lo miraban atormentados y con la
indeterminación de los muertos en vida. Victoria estaba apagándose, víctima de
un cáncer fulminante que le había robado el color de su cuerpo y hasta sus
últimos suspiros de nostalgia.
A su lado
izquierdo se encontraba Alberto, con su mano inerme de su mujer entre las
suyas. Saludó cortésmente a Rodolfo y lo invitó a sentarse al lado derecho de
la camilla. No hubo palabras que no hicieron falta. Los presentes sabían el
papel que cada uno había jugado y esa tarde no hubo reproche ni lamento.
Rodolfo tomó
la mano extendida y el contacto con su piel fue un corrientazo que recorrió sus
memorias hasta llegar a sus ojos. Y Rodolfo lloró, lloró por el tiempo perdido,
por ella, por él, por Alberto, por la culpa y por la casa en el río. Lloró porque
tampoco podía hacer otra cosa. En su
último esfuerzo humano, Victoria levantó pesadamente sus manos e intentó
juntarlas, giró la cabeza a ambos lados y sonrió mientras pronunciaba un “te
amo” empañado de lágrimas. Victoria murió.
Todos los relatos son reales. Todos menos uno.