Era noche de locura en casa de los Morales. La encantadora pareja tenía
planes por la noche, así que hay decenas de cosas por hacer: preparar a los
niños, recoger a la amorosa abuela que los va a cuidar y emperifollarse para la
gran gala de la crema de la crema en el Golf Club.
Con niños pequeños, no hay orden que aguante y entre gritos, sopa regada
y juguetes en el piso, llegó la tan esperada niñera, con su hijo, el Señor
Morales. Él es un hombre sumamente simpático, regordete, con un no se qué que
le hace el alma de la fiesta en cualquier reunión. Don de gentes, le dicen,
pero además, tiene la conversación fácil, una amplia sonrisa y actitud
positiva. Su esposa, Gaby, es una mujer delicada, complaciente, enfocada en su
familia, discreta. Adversa al riesgo y a la confrontación. Ella es la parte
operativa, la que hace que las cosas pasen y que su marido haga la magia.
Carlos la ama profundamente y por nada en el mundo quisiera herirla con
su realidad: lleva seis meses revolcándose con la exuberante vecina del octavo.
Toda ella es pasión, un volcán en constante erupción en el que ansía desfogar
las energías que le sobran a su paraíso del quinto piso.
Gaby es la mujer de su vida, es la llave de todas sus puertas, es la
madre de sus hijos, para decir algo trillado. La otra es el amor prohibido, la
cerradura que lo mantiene preso entre sus piernas de diosa morena. La una lo
nutre, la otra alimenta su ego, la una lo apacigua, la otra lo agota. Tierra y
fuego; sagrado y profano. No lo puede evitar y cada vez que puede, es un
intenso sobre su cama, rapidito sobre su alfombra o un incómodo en su auto. Las
palabras sobran cuando saben a lo que van y mientras dejan su ansiedad sobre
las sábanas, van dejando sudores, temores, frustraciones, dolores. Luego de
cada encuentro, Carlos sufre una intensa culpabilidad y se promete, como
cualquier anónimo, “que será la última vez”. Sin embargo, luego de cada cita
sabatina de sexo programado con Gaby, de cada conversación desabrida en la que
le concede la razón sin pelea, del estricto cumplimiento del cronograma de la
semana; siente que muere un poco y se apresura a sumergirse en el río revuelto
de los brazos ajenos hacia una nueva carrera sin salida.
Durante la última semana, había estado evitando el contacto con el
deseo, pero aquella tarde de sábado, en la que el agobio doméstico se hizo
dolorosamente insostenible, la llamó al parqueadero antes de salir a recoger a
su madre. Sexo a tientas, gemidos contenidos, movimientos frenéticos que lo
conectaron con su fantasía de conquistador primitivo. Salió del edificio con
una sonrisa, con la confianza renovada y la culpa a flor de piel, lista para compensar a Gaby por todos los agravios
cometidos en su nombre.
Regresó con su madre y como el padre y esposo modelo que siempre ha
sido, organizó toda la casa y a sus ocupantes para que pudieran salir bellos y
a tiempo para la glamorosa fiesta. Gaby lo admiraba por eso y siempre se
preguntaba cómo lo hacía. Mientras se maquillaba, se felicitaba a si misma por
el esposo maravilloso que la vida le había dado. “¿Cómo puedo hacer para
complacerlo?” se preguntó frente al espejo. “A veces lo contradigo, lo celo de
manera absurda, cuando a la final, él siempre tiene la razón, no debería darle
más trabajo del que ya tiene” Luego de pintarse los labios con prolijidad,
contestó en voz alta, vocalizando sílaba
por sílaba para que el lápiz labial se distribuyera mejor: “Soy el ama de casa
perfecta que se merece mi marido”.
Se levantó con una sonrisa y se miró por última vez de cuerpo entero
para comprobar que estaba perfectamente vestida y calzada para la ocasión. Se
despidieron de la abuela y de los niños y bajaron apresurados hacia el
parqueadero.
Carlos se subió al volante y salió del edificio. Gaby le comentó los
últimos chismes que sabía sobre las amigas del colegio, mientras retocaba su
maquillaje en el espejo del auto. Ambos charlaban animadamente, Carlos le
relató el más reciente drama de su oficina, relacionado con el Gerente
Comercial y unas cotizaciones perdidas que le costaron el puesto la semana
pasada. Lo pasaban muy bien juntos, solo que a veces no lo recordaban.
El automóvil paró frente a un semáforo y al mirar hacia su derecha,
Carlos alcanzó a ver con el rabillo del ojo izquierdo, la punta de un zapato de
color plateado. “¡Ay Dios!” pensó para sus adentros y respiró profundamente
para no desmayarse mientras una oleada de adrenalina recorría su espalda para
convertirse luego en la sensación de angustia que suele acompañar a quienes
guardan esqueletos en el armario.
El zapato se asomaba discretamente bajo el asiento de Gaby. Tal vez un
poco más de la mitad aun permanecía invisible a sus ojos. Carlos lo volvió a
mirar con disimulo y sintió que el alma bajaba hasta sus pies.
-
¿Qué pasa, amor?, - Gaby le preguntó preocupada.
-
No, nada, mi vida,- le dijo Carlos. Su cerebro pensaba con la urgencia
de una emergencia y decidió jugarse el todo por el todo. - En la otra esquina,
se me cruzó un gato. Creo que le llegué a golpear y quedó tirado a un lado,
pero no estoy seguro de si quedó muerto o tal vez malherido. Mejor voy a
regresar, por si acaso. No quisiera que el pobre gatito se quede sufriendo al
pie de la carretera.-
Carlos dio vuelta y se regresó por la calle por la que había venido.
Recorrió lentamente un par de cuadras y paró en la esquina de un callejón sin
salida. Viró a la derecha.
-No veo nada, quizás el gato sobrevivió y se fue. Mi vida, ¿puedes mirar
por tu lado a ver si lo ves? ¿Nada? ¿Tal vez por la ventana de atrás? –
La obediente Gaby se recogió el vestido y se pasó al asiento trasero a
ver si podía ver al lastimero felino herido en el callejón.
- No, nada de nada… que alivio, amor, el gatito utilizó una de sus siete
vidas,- le informó con una de sus amables sonrisas.
Carlos aprovechó la distracción y el movimiento de su esposa para, con
la habilidad de un mago de Las Vegas, desaparecer el temible zapato por la
ventana del conductor. La sangre le regresó al cuerpo. Con su tono más
complaciente le dijo a Gaby, mientras retrocedía hacia la avenida principal
temblando aún:
- Que bueno Gaby, nada pasó y estamos a tiempo para la fiesta.-
Siguieron charlando amistosamente hasta llegar al Club, en donde les
esperaban elegantes caballeros para abrirles la puerta. El incidente del gato
se había quedado en el pasado. Sus arranques de lujuria no tuvieron ninguna
consecuencia. Su matrimonio sigue su destino de perfección doméstica. Carlos
respira aliviado y sonríe como el jugador que acaba de ganar al póker con un bluff.
Se baja para acompañar a Gaby a en su entrada triunfal a la fiesta,
cuando su dulce voz le sonó como una sentencia fatal que recorrió su espalda
como un hielo:
- Amor, ¿dónde dejaste mi otro zapato? -
Todos los relatos son reales. Todos menos uno.
Todos los relatos son reales. Todos menos uno.
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