Friday, December 20, 2013

Corazón Loco

Era noche de locura en casa de los Morales. La encantadora pareja tenía planes por la noche, así que hay decenas de cosas por hacer: preparar a los niños, recoger a la amorosa abuela que los va a cuidar y emperifollarse para la gran gala de la crema de la crema en el Golf Club.

Con niños pequeños, no hay orden que aguante y entre gritos, sopa regada y juguetes en el piso, llegó la tan esperada niñera, con su hijo, el Señor Morales. Él es un hombre sumamente simpático, regordete, con un no se qué que le hace el alma de la fiesta en cualquier reunión. Don de gentes, le dicen, pero además, tiene la conversación fácil, una amplia sonrisa y actitud positiva. Su esposa, Gaby, es una mujer delicada, complaciente, enfocada en su familia, discreta. Adversa al riesgo y a la confrontación. Ella es la parte operativa, la que hace que las cosas pasen y que su marido haga la magia.

Carlos la ama profundamente y por nada en el mundo quisiera herirla con su realidad: lleva seis meses revolcándose con la exuberante vecina del octavo. Toda ella es pasión, un volcán en constante erupción en el que ansía desfogar las energías que le sobran a su paraíso del quinto piso.

Gaby es la mujer de su vida, es la llave de todas sus puertas, es la madre de sus hijos, para decir algo trillado. La otra es el amor prohibido, la cerradura que lo mantiene preso entre sus piernas de diosa morena. La una lo nutre, la otra alimenta su ego, la una lo apacigua, la otra lo agota. Tierra y fuego; sagrado y profano. No lo puede evitar y cada vez que puede, es un intenso sobre su cama, rapidito sobre su alfombra o un incómodo en su auto. Las palabras sobran cuando saben a lo que van y mientras dejan su ansiedad sobre las sábanas, van dejando sudores, temores, frustraciones, dolores. Luego de cada encuentro, Carlos sufre una intensa culpabilidad y se promete, como cualquier anónimo, “que será la última vez”. Sin embargo, luego de cada cita sabatina de sexo programado con Gaby, de cada conversación desabrida en la que le concede la razón sin pelea, del estricto cumplimiento del cronograma de la semana; siente que muere un poco y se apresura a sumergirse en el río revuelto de los brazos ajenos hacia una nueva carrera sin salida.

Durante la última semana, había estado evitando el contacto con el deseo, pero aquella tarde de sábado, en la que el agobio doméstico se hizo dolorosamente insostenible, la llamó al parqueadero antes de salir a recoger a su madre. Sexo a tientas, gemidos contenidos, movimientos frenéticos que lo conectaron con su fantasía de conquistador primitivo. Salió del edificio con una sonrisa, con la confianza renovada y la culpa a flor de piel, lista  para compensar a Gaby por todos los agravios cometidos en su nombre.

Regresó con su madre y como el padre y esposo modelo que siempre ha sido, organizó toda la casa y a sus ocupantes para que pudieran salir bellos y a tiempo para la glamorosa fiesta. Gaby lo admiraba por eso y siempre se preguntaba cómo lo hacía. Mientras se maquillaba, se felicitaba a si misma por el esposo maravilloso que la vida le había dado. “¿Cómo puedo hacer para complacerlo?” se preguntó frente al espejo. “A veces lo contradigo, lo celo de manera absurda, cuando a la final, él siempre tiene la razón, no debería darle más trabajo del que ya tiene” Luego de pintarse los labios con prolijidad, contestó  en voz alta, vocalizando sílaba por sílaba para que el lápiz labial se distribuyera mejor: “Soy el ama de casa perfecta que se merece mi marido”.

Se levantó con una sonrisa y se miró por última vez de cuerpo entero para comprobar que estaba perfectamente vestida y calzada para la ocasión. Se despidieron de la abuela y de los niños y bajaron apresurados hacia el parqueadero.

Carlos se subió al volante y salió del edificio. Gaby le comentó los últimos chismes que sabía sobre las amigas del colegio, mientras retocaba su maquillaje en el espejo del auto. Ambos charlaban animadamente, Carlos le relató el más reciente drama de su oficina, relacionado con el Gerente Comercial y unas cotizaciones perdidas que le costaron el puesto la semana pasada. Lo pasaban muy bien juntos, solo que a veces no lo recordaban.

El automóvil paró frente a un semáforo y al mirar hacia su derecha, Carlos alcanzó a ver con el rabillo del ojo izquierdo, la punta de un zapato de color plateado. “¡Ay Dios!” pensó para sus adentros y respiró profundamente para no desmayarse mientras una oleada de adrenalina recorría su espalda para convertirse luego en la sensación de angustia que suele acompañar a quienes guardan esqueletos en el armario.

El zapato se asomaba discretamente bajo el asiento de Gaby. Tal vez un poco más de la mitad aun permanecía invisible a sus ojos. Carlos lo volvió a mirar con disimulo y sintió que el alma bajaba hasta sus pies.

-       ¿Qué pasa, amor?, - Gaby le preguntó preocupada. 

-       No, nada, mi vida,- le dijo Carlos. Su cerebro pensaba con la urgencia de una emergencia y decidió jugarse el todo por el todo. - En la otra esquina, se me cruzó un gato. Creo que le llegué a golpear y quedó tirado a un lado, pero no estoy seguro de si quedó muerto o tal vez malherido. Mejor voy a regresar, por si acaso. No quisiera que el pobre gatito se quede sufriendo al pie de la carretera.-

Carlos dio vuelta y se regresó por la calle por la que había venido. Recorrió lentamente un par de cuadras y paró en la esquina de un callejón sin salida. Viró a la derecha.

-No veo nada, quizás el gato sobrevivió y se fue. Mi vida, ¿puedes mirar por tu lado a ver si lo ves? ¿Nada? ¿Tal vez por la ventana de atrás? –

La obediente Gaby se recogió el vestido y se pasó al asiento trasero a ver si podía ver al lastimero felino herido en el callejón. 

- No, nada de nada… que alivio, amor, el gatito utilizó una de sus siete vidas,- le informó con una de sus amables sonrisas.

Carlos aprovechó la distracción y el movimiento de su esposa para, con la habilidad de un mago de Las Vegas, desaparecer el temible zapato por la ventana del conductor. La sangre le regresó al cuerpo. Con su tono más complaciente le dijo a Gaby, mientras retrocedía hacia la avenida principal temblando aún:

- Que bueno Gaby, nada pasó y estamos a tiempo para la fiesta.-

Siguieron charlando amistosamente hasta llegar al Club, en donde les esperaban elegantes caballeros para abrirles la puerta. El incidente del gato se había quedado en el pasado. Sus arranques de lujuria no tuvieron ninguna consecuencia. Su matrimonio sigue su destino de perfección doméstica. Carlos respira aliviado y sonríe como el jugador que acaba de ganar al póker con un bluff.

Se baja para acompañar a Gaby a en su entrada triunfal a la fiesta, cuando su dulce voz le sonó como una sentencia fatal que recorrió su espalda como un hielo:


- Amor, ¿dónde dejaste mi otro zapato? -


Todos los relatos son reales. Todos menos uno. 

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