Monday, December 9, 2013

Un evento impredecible

Han pasado casi 10 meses. A veces pienso si lo que hice fue correcto, me imagino que el tiempo lo dirá. ¿Cuánto más tiempo? No sé, tal vez nunca. Supongo que así se forja el destino, en un minuto, un instante. Una decisión impulsiva y la vida cambia de rumbo hacia donde no sabemos. De todas maneras nunca sabemos a ciencia cierta para donde iremos, pero lo inesperado trae inseguridad, angustia, temor. El temor de hacer algo y no poderlo deshacer. ¿Será mejor morir quemada de una sola vez que ser cocinada poco a poco?

Un minuto. Una decisión impulsiva. Como la que me llevó a contestar el ridículo celular de Patricio que en mala hora se le olvidó ese puto viernes. Al medio día apuré un par de reuniones de relleno, de las que se dejan justo para los viernes luego de almuerzo, llegué a casa temprano, para alistarme y salir a recoger a Patricito de la casa de su abuela. Solo quería cambiarme de ropa, cambiarme de zapatos, que me estaban matando. ¿Toda una vida a la olla por haber comprado unos Manolos a mitad de precio pero media talla menor? Es tan fácil atormentarse con este tipo de pensamientos, si hubiera hecho tal cosa, si hubiera parado en tal lugar, si me hubiera puesto los zapatos negros. Pero uno nunca sabe, es mejor pensar que si no era hoy, era otro día, pero que definitivamente era.

El aparato empezó a sonar cuando entraba  al baño. No era el timbre del celular de mi marido, por lo que el sonido se me hizo extraño. Se oía escondido, como lejano. A los pocos minutos dejó de sonar para arremeter enseguida con mayor imprudencia. Contrariada por la insistencia y por mi apuro, salí a la búsqueda del teléfono. Le alcancé a oír dentro del vestidor, abrí los cajones, abrí las puertas del armario y el último “ring” me guió dentro del bolsillo interior del saco que Patricio había colgado para llevar a la tintorería. Tal vez si no fuera tan servido y él mismo llevara su propia ropa a lavar, nada hubiera pasado y yo hubiera seguido mi vida, engañada pero tranquila. Hay dolores que es mejor no probarlos.

Al instante que dejó de sonar la pegajosa melodía en mis manos, llegó un mensaje, de una tal “KTHY”. Impulsivamente lo abrí y tuve que leerlo varias veces antes de poder clasificarlo y entenderlo, porque mi mente trataba de colocar el mensaje en la categoría de “mensaje de oficina”, luego “mensaje de su mamá”, para proseguir con “broma de sus amigos” y terminar definitivamente en la clasificación “cuernos evidentes”.

Mijo lindo, xq no cntst? Llame porfa a su PUCCA, estoy en mi depa, besos.

Mierda. Un sudor frío en la espalda y la mirada fija en la maravilla tecnológica que me ha permitido colocarme los tremendos cachos virtuales que me adornan. Sin saber que hacer, con la vaina esa que me quemaba entre las manos, mi inconsciente no atinó a hacer mejor cosa que llamar al número que aparecía en la pantalla.

Timbró, timbró y cada pitido me adentraba más en la sensación de “respirar debajo del agua” que aún me acompaña como un polizonte en la cabina de primera clase. Me sentí como si la montaña rusa en la que me había subido, no llegara nunca a la bajada. Solo seguía subiendo la pendiente interminable, como subía mi ansiedad por conocer la profundidad de la caída.   Nadie contestó. Respiré profundamente, pero no me había bajado del vagón. El teléfono me despertó con su tono meloso y urgente.

Había comenzado el descenso. Contesté sin pensarlo del todo. Si me detenía, quizás hubiera esperado y observado, hubiera recogido pruebas, hubiera decidido que quería hacer después, hubiera conseguido un reemplazo primero, como se hace cuando quieres cambiar de trabajo.

- Aaalo.... Dije con los nervios a flor de piel. ¿Con quién hablo? - Atiné a decir como si fuera una llamada de trabajo.

- Con Katherine,- me contestó extrañada un melodioso acento extranjero - ¿Quién es?-

Entonces me investí del disfraz de la Lupita Ferrer en sus mejores años y le contesté en altivo y soberano tono de telenovela:

- Habla con la esposa de Patricio Jaramillo, ¿Quién es usted?.-

- Que curioso, - me dijo con su estúpida ingenuidad, - mi novio se llama Patricio Jaramillo, ¡pero él no es casado! -

- Sí señora, - le dije, presa de una rabia intensa como de una risa nerviosa casi incontenible. - Patricio es mi marido desde hace 7 años y tenemos un hijo pequeño de 3. ¿Qué hace usted metiéndose con hombres casados, es que es tan ofrecida que no le importa nada, ni la familia, ni los niños, ni la reputación? -

- ¡No puede ser!. Es más, Patricio vive con su madre anciana.-
He oído muchas veces la expresión relacionada con la mostaza, pero no había experimentado antes esta comezón que empieza a ebullir por el pecho y que busca salir por las orejas en forma de vapor.

- No me haga reír, -  le dije sin saber  que mismo decir, como si una frase tan cliché de villano de caricatura me iba a mantener en control de la situación. - Usted tampoco está en edad de creer en cuentitos, - le lancé con mi mejor sarcasmo fingido. - ¿Por qué no viene para acá y se da cuenta usted mismo? -

¡Ay Dios! Hay cosas que yo no sé, no entiendo cómo soy capaz de hacer y si me tocara hacerlas de nuevo, no creo que podría pasar por lo mismo otra vez, pero mi lengua ya había salido de la casa antes de que mi prudencia se hubiera despertado.

En cinco minutos estaba dándole a una extraña mi dirección y las indicaciones para que no vaya a confundirse de calle y contándole donde podía parquear para que no fuera peligroso llevar el auto. Completa extraña pero con la que compartíamos un aroma, un sentimiento y seguramente millones de microorganismos a la fecha. No tuve tiempo de pensar demasiado en temas carnales, porque la mostaza amenazaba con subir nuevamente y la casa era un desastre.

Entre lágrima y lágrima, limpié los mesones de la cocina. Con la aspiradora en una mano limpié las migajas de pizza que habíamos devorado la noche anterior y con la otra recogía los juguetes del niño regados por el suelo. Como los pedazos de mi corazón. Pero no había tiempo para caerse por partes, ella estaba por llegar y yo todavía tenía cara de haberme bajado de una montaña rusa.
Me maquillé y me puse mi mejor ropa, sobre una ajustada faja. Yo no sabía si era alta, delgada, una diva de la tecnocumbia o si era la bibliotecaria de la escuela. Había que estar guapa, distinguida, controlada, de cualquier manera.

Antes de maquillarme, me tomé una copita para asentar los nervios y que el rimmel no fuera a salirse de las pestañas. Bueno, suerte o muerte, veamos que pasa cuando la fulana pase por esa puerta. Eso estaba pensando cuando finalmente sonó el timbre. Me eché el perfume de las grandes ocasiones y caminé muy despacito hacia la puerta.

Ahí estaba ella. Una mirada de rayos X de abajo hacia arriba: taco aguja, piernas generosas, cintura breve, delantera abollada y una cara de 28 años acontecida de lágrimas y de maquillaje. Toda nerviosa ella, sin decir una palabra. La invité a pasar a la sala, infestada de fotos familiares, el cumpleaños del niño, el viaje a la playa, la foto de bodas, la luna de miel en la China. Ella las vio todas. Se detuvo en una foto del mes pasado, el cumpleaños de mi suegra, en la que Patricio se había puesto una camisa amarilla que le compró a crédito a una compañera de trabajo, eso me dijo al menos.

Ahí es cuando me dio pena. Ella se bebía las lágrimas parada frente al mueble, intoxicándose de profunda tristeza. La invité a sentarse y le serví una copita como la mía. Entonces ella empezó a hablar, me contó como había conocido a este Patricio en una reunión de trabajo. Este hombre encantador, expresivo, detallista, pero a la vez vulnerable y sufrido, era el único que se hacía cargo de su anciana madre enferma. El era responsable de su alimentación, de su salud, de su estado de ánimo y en esta labor ocupaba casi todo su tiempo libre. Me contó entonces de sus escapadas de medio día a un motel para contarse sus penas, sus alegrías, sus angustias y sus pecas en la espalda, si me hago entender.
Que todos los meses le escribía un pequeño poema, que cada semana la llevaba a comer, que cada día le escribía un mensaje. Y yo que no pude evitar las preguntas, esas malditas de las que una ya sabe las respuestas, pero que patrocinan esa manía imperdonable de las mujeres para castigarse de la manera más dolorosa. De todo el cuento que me hizo, lo que menos me afectó fueron sus aventuras de cama al apuro. Pero tengo aún atravesado el mal gusto del tiempo que no se gastó conmigo para escapadas de almuerzo, ni del esfuerzo que invirtió en seducir con mensajes y notitas a escondidas, ingenuo y ansioso como un colegial.

Ella seguía hablando con su cantadito mezcla de ingenuidad de telenovela con jarabe de mosquita muerta. Gesticulaba demasiado con las manos como si estuviera dando una lección que no había estudiado, pero al menos me miraba a los ojos y su angustia parecía sincera. Quien sabe, en otras circunstancias hasta podríamos haber sido amigas, pero en ese momento, me contuve de sacarle a mordidas las pestañas postizas, de desteñirle con cloro sus rubios vanidosos, de hundirle el taco aguja en el corazón.

No había quien la callara, como tampoco había quien me salvara de mi obsesiva curiosidad. Ya íbamos por la tercera copita y por la quinta lágrima cuando la puerta se abrió y reconocí el caminar apresurado de Patricio por el corredor. Fuerzas poderosas me retuvieron  en mi asiento. Una quería advertirle sobre la boca del lobo a la que estaba entrando y otra morbosa que quería disfrutar del reality del que tenía asiento en primera fila.

Me quedé sentada y me preparé a registrar en mi grabadora mental la cara de Patricio cuando nos viera a las dos juntas y no precisamente como hubiera querido imaginarse. Pensé en que decir, pero mi mente estaba patinando y no atiné siquiera a hablar. Aún no decidía si me iba a portar como leona herida o como Morelia víctima, cuando Pucca se levantó como impulsada por un resorte. Sus altos tacones conjugados con el par de tragos y esa mirada desafiante la hacían verse gigante, dominante, furiosa.

Mi marido la vio venir como se mira un Tsunami desde la playa.

En el primer empujón, Patricio se dio cuenta de la gravedad de la situación. Por la sorpresa del ataque, estuvo a punto de caer, pero logró mantener el equilibrio para recibir una sonora cachetada en la mejilla derecha. Ahora los gritos se hicieron oír. Me pregunto todavía si la vecina habrá oído parte del despelote y esa sea la razón por la que me invita a su iglesia cada quince días. Le llamó falso, mentiroso, egoísta e imbécil entre otras cosas. Le dijo que era un aprovechador, un cobarde que ni siquiera debería poderse ver al espejo. Ni la canción de la Lupita D’Alessio tenía tantos epítetos.

La segunda cachetada le dejó unas marcas de uñas que finalmente pudimos quitárselas a fuerza de concha nácar.  Le empujó nuevamente, con éxito esta vez, ya que cayó redondo junto a la mesita de la sala, que se tambaleó lo suficiente para que la foto de la camisa amarilla le caiga en la cabeza.
 
Ella continuó con su diatriba llamándole desgraciado, inconsciente, despreciable ser que le había engañado todo este tiempo fingiendo amor y preocupación. Que pensó que él era mejor que los hombres que le habían hecho daño a lo largo de su vida. Que él no sabe de amor ni de verdades ni de nada bueno, pero que en el fondo se alegra porque si había sido capaz de engañar de esa manera a su esposa, también la habría engañado a ella después. Que era un infeliz. Que la iba a pagar caro. Que de todos modos no era tan bueno en la cama. Que era viejo, que era un ridículo.

Patricio trataba de calmarla y de evitar que rompiera algo más en la casa. Luego se calló, e hizo bien en darse cuenta que cualquier cosa que dijera iba a ser utilizada en su contra. Yo seguía hundida en mi refugio del sofá y durante un  momento sentí angustia y ganas de terminar con el mal rato que Patricio estaba pasando. Pero al mismo tiempo vinieron a mi mente imágenes de mi marido durmiendo desnudo bajo las sábanas de un cuerpo extraño. Durmiendo a pierna suelta, como sólo se puede dormir en la cama propia. Usando baños ajenos. Secándose con toallas prestadas. Y me levanté como impulsada por un resorte para alcanzar algo con la mano. Patricio me miró, esperanzado en que fuera un objeto contundente con el que noquear a la gata salvaje, pero no pude hacer más que brindar a su salud con un nuevo vaso de whisky en la mano.

Katherine finalmente terminó su colección de agravios. Agarró su cartera con enfado y se fue sin despedirse, pero no sin dejar de mencionar que éramos tal para cual. Me bebí mi trago de un solo golpe, mientras el drama llegaba a su momento cumbre con un sonoro portazo.

Patricio se quedó agachado en medio de la sala, buscando los pedazos de vidrio y pedazos de su dignidad. Por un momento dudó. Yo creo que dudó si salir por aquella puerta en su búsqueda. Después de los miles de palabras que echamos en la copa esa tarde, yo sospecho que ella esperaba al novio empapado bajo la lluvia, corriendo hacia su auto para impedir que se le vaya. Pero eso solo pasa en las novelas.

Doctora, varias veces me interrumpo pensando en toda la situación en la que me envolví, pero a la vez me desenvuelvo, me diseco, me abro en partes y mal o bien las vuelvo a juntar de diferente forma. Por lo pronto hay días malos y otros peores, pero el dolor genera resistencia y quiero pensar que hay luz al final del túnel. ¿Es el amor resistente a golpes? ¿Se debe terminar el matrimonio con la infidelidad? Tal vez no quedaría ninguno en pie. Toda crisis es una oportunidad, -todos dicen- oportunidades de aprender, de mirar dentro de uno, de cerrar los ojos al pasado, de ver con el corazón y dejar atentos los oídos.

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Katherine entra en el bar por la puerta grande. Sabe que los hombres de la derecha están admirando su ajustado pantalón, así que se detiene en su pose estudiada de mujer fatal. Saca su teléfono celular para ubicar a sus amigas, que ya deben estar esperándola hace rato.

Ojala no se hayan ido. No contestan. No importa, se viste tan seductora y actúa tan disponible que la soledad nunca se ha sentado a su mesa en un bar.

Tal vez los hombres de la mesa derecha le inviten un trago, así que se sienta en la barra para esperar que alguno de ellos prenda fuego a su cigarrillo. Como si hubiera contestado a un código universal, uno de ellos se acerca con el encendedor en la mano.

- Tal vez sea éste – piensa Katherine – ¿Será casado? Por lo menos no tiene anillo. ¿Separado? Mejor, el resto lo hago yo. ¿Divorciado? Lotería.


Alto, moreno, bien vestido. Tiene porte de príncipe. Sus ojos miran sinceros. Tal vez sea el que finalmente deje su reino por mí –sonrió para sus adentros-. Tal vez el caballo ya me está esperando afuera.

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