Miércoles en la mañana. Nada más cotidiano. Un amanecer soleado en mitad
del campo, mitad de semana, mitad de la vida. Levantarse, preparar a los niños
para el colegio, cumplir con las múltiples actividades que una casa y una
familia demandan.
Paula es la imagen de la vida buena. Un hogar, dos hijos, un marido y
muchas historias repetidas cientos de veces: sus viajes, sus aventuras, las
coincidencias que los hicieron juntarse y el amor que se refleja en los ojos de
su familia y amigos. Le parece que las hojas de los geranios están deprimidas y
sale con un jarro de agua fría. Riega las macetas del alféizar de la cocina y
sonríe mientras el agua brilla sobre las hojas de verde intenso. Su sonrisa se
va transformando en una mueca entre satisfacción superficial y decepción profunda
al recorrer nuevamente el sendero de una decisión tomada.
Entre suspiros y escanceles violetas, su mente sigue perdiéndose como lo
hace alguien con demasiado en su cabeza. Regresa a la cocina por una tijera
para podar la terquedad de las matas de moras y mientras camina, añora con
nostalgia a la primera amante de su marido. Si no hubiera pasado tanto tiempo,
hubiera hecho la llamada de larga distancia para pedirle su debida contribución
a la paz familiar. Recuerda su larguísimo pelo rubio arreglado en un peinado
tan ingenuo como su mirada de ojos oscuros. Profesional, extranjera, juega golf
desde niña, de moral un tanto distraída, pero discreta. Nadie está en posición
de tirar la primera piedra.
Antes de encontrar las tijeras, Paula se recuerda a sí misma que debe
hacer varias llamadas ese día, mejor si termina con eso antes de las tres.
Luego las ocupaciones, las empleadas, los niños serán demasiada distracción
para menesteres tan oscuros.
Sus manos presionan los números casi de memoria. Nunca había sido más
cierta la frase “al mal paso darle prisa”, aunque este momento ha sido repetido
más de diez veces. Diez ocasiones en las que ha colgado el teléfono al oír la
voz masculina y aunque ya ha decidido, aún no ha terminado de hacer. Hasta
entonces, hasta que encontró la nota.
Salir con niños pequeños fue para Paula un reto a su afán de
organización y rapidez que fue superado de a poco. Al inicio siempre se
olvidaba de algo, si no era un abrigo, era la comida o el agua que generalmente
reclaman los niños tan pronto se han terminado de acomodar en el auto. En una
de esas mañanas apuradas en la que el objeto olvidado fue un bloqueador solar,
Paula subió apresuradamente las gradas hacia su cuarto de baño. Buscó en los
estantes, en los cajones, salió al clóset, revisó en sus carteras y no lo
encontró. Regresó al baño y se fijó en la bolsa negra de viaje. Su esposo había
regresado el día anterior y todas sus cosas estaban aun junto al lavabo. Era el
último lugar para buscar antes de decidirse a comprar una nueva crema en el
camino. Abrió el cierre y sonrió al ver el envase anaranjado al fondo. Metió la
mano y se sorprendió al encontrar gran cantidad de arena, ya que la última vez
que fueron a la playa había sido hacía más de 4 meses y el bolso aún olía a
regalo nuevo de navidad. Paula sintió un escalofrío por su espalda y su mente
obsesiva empezó a atar cabos. El celular inaccesible, las facturas
resguardadas, el interés en bajar de peso. Paula regresó abruptamente a la
realidad cuando oyó los pitazos del auto y frenéticamente limpió el recipiente
mientras bajaba.
Una voz interrumpió sus pensamientos y Paula se sintió aliviada por la
distracción. El cerrajero había llegado un poco más temprano de lo previsto.
Bajó las gradas y se dirigió a la puerta principal con las nuevas cerraduras en
una caja. Habló con el sencillo hombre, trabajador de confianza de la casa, que
lo mismo sabe podar duraznos como construir una caseta de máquinas. Le explicó
con innecesario convencimiento que la cerradura de la cocina no estaba
funcionando bien y que en vista de que cambiarían esa, quería cambiar todas al
mismo estilo. Una buena explicación, pensó. Le pidió que dejara las nuevas
llaves colgadas para probarlas. Lamentando una distracción tan corta, regresó
al estudio y al teléfono.
Años atrás había averiguado de la misma manera que su esposo era amante
de la extranjera. Igual que en esta ocasión, más de una pista dejó rastro, los
viajes frecuentes, los comentarios, los recibos de farmacias. Lo dilucidó
mientras estaban programando su segundo embarazo. Una vez repuesta de la
dolorosa impresión y mientras superaba los estragos del primer trimestre, pensó
en su situación de una manera práctica. Su marido se portaba especialmente
atento, le traía hermosos regalos y
sobre todo, parecía comprender lo demandante que es manejar la familia y la
casa, como para exigir mayores satisfacciones de las que ya estaban
instituidas. No había razón para remover la tierra de la maceta, las dos
relaciones funcionaban de maravilla. Paula la conocía y sabía que no se trataba
de dinero. Tampoco se trataba de mejorar su posición ni de compartir un futuro
romántico, así que terminó acostumbrándose a mirar a su marido con falta de ilusión. En medio de todo, él
parecía ser feliz con los viajes de negocios, restaurantes, reuniones, conciertos
sinfónicos en el extranjero. Más de una vez pensó que si él la dejaba por ir a
otra ciudad, “la más bonita del mundo sólo por ser la suya”, -como leyó a
escondidas- no podía ser tan malo; sus hijos tendrían un buen ambiente que
conocer. Pero Paula había evaluado su situación y sabía que esa relación era
pasajera y superficial, lo cual la alegraba y la inquietaba a la vez. Una
persona como ella no podría sostener la clandestinidad por mucho tiempo y un
mensaje posterior lleno de sinrazones morales dio por terminada la relación,
cayendo como un baldazo de agua fría en la cabeza de su marido. Una sorpresa
para ella también, que lamentó que los pretextos correctos hubieran venido de
la persona equivocada.
Las manos de Paula colgaron por onceava vez el auricular con
frustración. Su matrimonio nunca dejó de ser bueno, era envidiable a los ojos
de todo el mundo porque hacían un muy buen equipo. Construyeron una casa,
formaron una familia, tenían amigos y el reconocimiento de la sociedad.
Completaban cada proyecto que emprendían y eran la pareja ideal para una
invitación por su indudable compatibilidad. No todo es sexo y cuerpo, pensó
muchas veces Paula, y el amor “que vale” es el que supera la barrera de los dos
años del deseo instintivo, como leyó en muchos de esos estúpidos tratados
científicos sobre el amor.
Apartó momentáneamente de su mente tanta autocompasión y revisó otra vez
su archivo de documentos personales. Pólizas, certificados, estados de cuenta,
dispositivos de rastreo vehicular, todo estaba archivado y en orden. Llamó a su
madre para despejar su mente y preguntar con fingida despreocupación por la
receta de sus famosos hors d'oeuvre
que tanto gustaban entre sus invitados. Tal vez la necesitaría luego para
cuando la visitaran.
Sabía bien quien era la nueva elección de cama de su marido. Al
principio, no por las evidencias, sino por su comportamiento. Paula no era una
persona moralista, ni censuraba los escotes ni la ropa apretada, pero era muy
sensible a los cambios de conducta de las personas. La conversación
desbordante, los implantes excesivos y su falsa seguridad la hacían ver como
una valla publicitaria de un producto que necesita venderse. Haciendo cuentas,
los arreglos cosméticos correspondían cronológicamente a transferencias
misteriosas de la cuenta bancaria de la empresa. La última vez que la vio,
supuso que el siguiente paso serían sus orejas y antes de la próxima operación
se decidió a actuar. Su marido, que le pareció más influenciable que de
costumbre, había experimentado sutiles cambios en sus gustos. Dados a acompañarse
permanentemente de música, le extrañó que de su teléfono celular se hubiera
mudado el rock y la música clásica para dar lugar a los éxitos radiales de la
temporada. En más de una ocasión Paula había tenido la oportunidad de saborear
los gustos musicales de la nueva amante, mezcla de pop barato y de ritmos
insinuantes que le provocaron una intensa sensación de empacho. A decir verdad,
lamentaba la mala elección. Peor aun
tratándose de alguien cercana a su familia, relación que Paula estrechó aun más
con la finalidad de evaluarla mejor, como predica Tzu Sun. La tuvo cerca en
fiestas, reuniones, inclusive en la playa, donde la escuchó preguntar no sin un
supuesto desconocimiento sarcástico, al
oír una pieza de Haëndel: ¿Qué es ese
ruido?. Paula respondió con velada resignación mientras pensaba que nadie puede
ser tan desinformado: Es música clásica, pero tranquila –le dijo - no es para
todo el mundo,
Hacia la media tarde recibió a sus hijos del colegio, se sentó con ellos
a comer, y como todos los días, preguntó cómo les había ido en el colegio. A
Paula le dominaba la necesidad de saber, de entender, de encontrar respuestas
legítimas. En los años que trabajó como analista financiera, rebuscaba cada
centavo que no quisiera pertenecer al más riguroso cuadre de cuentas. Su
ansiedad no se aplacaba mientras subsistiera la diferencia y cuando todos los números coincidían
finalmente, sentía un profundo alivio y la satisfacción hacía que sus sentidos
alterados regresaran a su sitio.
Un “no sé” o un “no me acuerdo” le herían de maneras un tanto
irracionales, se podría decir. No soportaba las evasivas y peor aún las piezas
incompletas del rompecabezas que trataba de armar de cualquier manera. Más aún
en esta situación en la que las fichas eran su vida misma. Pensó en la
situación cientos, miles de veces. “La infidelidad no es el fin del mundo”, se
había repetido una y otra vez, “La naturaleza humana no está diseñada para la
monogamia y el ser fiel es una decisión racional” había escrito en su agenda.
En definitiva podía soportar el sexo, pero no la cursilería de las cartas de
amor, de los mensajes mandados a deshoras, de las canciones dedicadas al
disimulo.
Las actividades extracurriculares son un alivio para los padres con
muchas ocupaciones y en esta ocasión fueron el escape que Paula encontró para
terminar de hacer. Regresó al teléfono y releyó la nota:
“Hola mi
caramelo precioso, mi hombre maravillosoooooo…. ¿No es una hironía que con
quien más quieras estar es con quien menos puedes pasar? Estoy tan feliz por
habernos vuelto a juntar, por esa llamada, a pesar de lo difícil que es para
ti. En año nuevo pasé llorando tanto y es por ti, pero como justamente dice la
canción “Manda una señal”, si tuvieras libertad yo me haría pasita de viejita
cuidándote, mi cosita adorada. No
importa si es como me dijistes, una hora cada 15 días, lo que tú puedas hacer y
que no sea un problema más… yo ya aprendí que nuestro amor es lo más puro y hermoso
de nuesras vidas y hay que aceptarlo como es. No importa si es como la última
vez, sin hablar. Entonces nos vemos el siguiente miércoles, mi auténtico Titán
del Ring, jeje, gracias por esa camiseta tan hermosa que la usaré para hacer
ejercicio y ponerme cada vez más linda para ti y para que me veas cómo te
gusta, así como en la playa.
PD. Tu sabes
que mi mamá casi nos pesca, está muy sospechosa, no podemos ir a mi
departamento, nos vemos mejor en donde ya sabes a las nueve de la noche, que
queda por la Primera. Te espero mi bebé y te tengo un regalito para tus hijos
bellooooooos…”
Paula no sabía si los errores de estilo y ortografía se debían al apuro
con el que la nota fue depositada en el bolsillo de la chaqueta o si es que
todos sus mensajes tendrían el mismo tono cursi. La vulgaridad se le quedó en
el paladar y se convirtió en un pensamiento que no pudo superar, en el que
estuvo navegando día y noche, como un disco rayado que no podía emitir otro
sonido. Por lo menos si hubiera sido una historia más original que la melosidad
de quienes pretenden recobrar su autoestima a través de una relación
adolescente. ¿Seguiría buscando más piezas y armándolas?
En este punto de la historia, Paula sabía que la atracción de su marido
por lo ordinario no era gratuita. Había mucho más que la irrelevancia en esta
elección amorosa, pero ¿le seguía importando saber? Su cara dibujó una media
sonrisa cuando pensó en ella. Ella sí que jamás lo sabría todo, menos aún las
razones por las que nuevamente estaba envuelta con un hombre casado. Le hubiera
gustado gastarse un par de palabras sobre las malas decisiones, las historias
repetidas y sobre buscar lo que le hace falta en el lugar equivocado, pero - ¿qué importaba? Su naturaleza
depredadora no iba a cambiar por un discurso que aún no alcanzaría a
comprender. Se rió un poco para sus adentros al pensar en la indecencia de no
ser siquiera fiel a sus amantes. Se compuso cuando pensó en sus hijos; en todo
caso no quería que ellos se vieran involucrados en una relación decadente.
Empalagada, sacó la factura del almacén en el que se registraba la
compra de dos prendas deportivas idénticas. Una de ellas fue su regalo de
cumpleaños. Detrás de la factura tenía anotado el número de teléfono y el
nombre del sujeto de turno que se había enamorado perdidamente de ella y quería
ser “el único y último amor en su vida”– las ventajas de haber mantenido
contacto -. Un empresario wannabe que
había hecho fortuna gracias al contrabando. Un sujeto de pocas pulgas que ya
había invertido lo suficiente en ella y en su propio ego, como para que le
interesara la información de la que Paula disponía. Urgida, hizo finalmente la
doceava llamada y salió a recoger a sus hijos para revisar los deberes y servir
la cena.
Esa noche Paula terminó de hacer todas sus labores más temprano que de
costumbre. Los niños se acostaron antes de las nueve y ella se ocupó en
reorganizar sus libros, sus cajones, sus papeles, sus memorias. Se arregló las
uñas y se aplicó una mascarilla de pepinos mientras encendía el televisor y
daba sorbos al vino oscuro cuya botella había respirado durante la última media
hora.
De pronto, un pensamiento la levantó de un salto. Se dirigió apresuradamente
al armario y abrió su ropero de par en par. Recorrió una, cuatro, siete fundas
de lavandería y finalmente lo encontró. Su traje de corte italiano, dos piezas,
negro, infaltable en un guardarropa elegante. “Uno nunca sabe cuando lo
necesita” dijo en voz alta. Sintiendo que todo estaba ya arreglado, regresó a
su cama para dormir, miércoles por la noche.
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