Wednesday, November 13, 2013

Las Señales del Camino


Un amante es un camino de una sola vía. No importa el nivel de sofisticación o que para los implicados sea la relación perfecta, impune, de la que nadie se va a enterar ni va a salir herido. No importa que se finja la mirada, se finja el deseo, se finja hasta la respiración durante una llamada telefónica. En el fingir está la traición más sutil.

De entre todas las traiciones, la única que puede ser perdonada es la de la novedad, la tentación de seguir jugando con algo que nos acelera el corazón a 200 por hora en una décima de segundo. Se puede entender el estímulo de quien maneja siempre por la misma carretera iluminada, conocida, por la que seguirá manejando por decisión o por convicción; pero que con el tiempo se vuelve predecible. Los transportes y transportistas también son susceptibles a la fatiga de los materiales.

En una curva del camino, ciertas luces aparecen y atraen inevitablemente al conductor aburrido. Luces de colores, anaranjadas, verdes, amarillas, luminosas y alegres que nos invitan a disfrutar de los pequeños y grandes lujos que creemos merecer;  un oasis en mitad del desierto, nuestra comida preferida a media noche, un baño de burbujas, suaves masajes en los pies y besos en los dedos.

Esas estancias pueden ser muy caras o muy baratas, inclusive gratis si se piensa en un día de prueba, pero se encarecen de manera exponencial a cada minuto. Eventualmente creemos que en cualquier momento podremos pagar los consumos y continuar con el camino trazado, y seguimos manejando un poco más hacia las luces y los colores. Nuestra travesía nos ha llevado por esta ruta y los obstáculos nos han permitido descubrir estos resplandores que siempre han estado, pero que no habíamos notado antes. Si no hay un mantenimiento preventivo, las luces no demorarán en aparecer. Es una ley del camino.

La traición inevitable es la del tiempo. El tiempo en el que se piensa, se habla, se recuerda, se ama. Esos momentos que no son desperdiciados con conversaciones rutinarias, para eso están los copilotos. Ellos entenderán de lo que estamos hablando, gracias a los cientos de horas compartidas en jornadas cansadas unas como divertidas otras. Recordaremos que en un inicio, esos viajes tenían  lo cotidiano, lo apasionado, lo familiar, lo nuevo.

Este es otro tiempo, un tiempo cronometrado, inquieto, insuficiente como valioso por las razones que obedecen a la naturaleza humana y a las leyes del mercado: porque es escaso y prohibido.

No importan las palabras, sabemos en donde terminará nuestra boca después de ellas. Por esos únicos momentos, el tiempo se detiene a la vez que parece que el reloj está siempre en nuestra contra. Es la misma media hora que nos toma un viaje corto, pero que en la penumbra del sexo, son instantes que hacen que nuestro corazón nos traicione y que nuestro cuerpo pertenezca a las palabras, a los mensajes, a las llamadas que nos hacen creer que hemos llegado a nuestro destino.

Más que las horas de cama, la expectativa amorosa es el alivio que libera al camino de su supuesta monotonía. No importa que la carga haya sido pesada y que la angustia se transforme en dolor casi físico. Ese momento no es compartido y las culpas son encargadas en la puerta del motel. Luego vendrán los remordimientos y el vehículo sufrirá algunas abolladuras, pero siempre se podrán arreglar, decimos. Luego del ritual del encuentro, las conversaciones con el amante son el bálsamo que nos permite afrontar la ruta del día siguiente y los baches que acabamos de ocasionar. El diseño humano hace que las palabras escasas y escogidas hagan el mercadeo de la relación. No hace falta recalcar en la pasión mutua ni la espesa descripción de las emociones compartidas. Tampoco se invita al futuro y al pasado por tan pocas horas. En estas conversaciones se descargan las novedades del trabajo, los asuntos del hogar y de la vida y definitivamente las dificultades con los compañeros de vehículo, que no pueden ser depositadas en ningún otro recipiente. La traición más dolorosa es la de la complicidad.

La novedad y el tiempo pueden ser superadas y hasta la complicidad puede ser recuperada, pero la traición imperdonable es la de la lealtad. La relación de amante no está diseñada para durar más que la pasión, ni convertirla a la religión domestica de la cotidianidad. Tampoco se la incluye en el círculo social, peor familiar. No se le entrega las llaves del vehículo y menos aún las del corazón. La peor infidelidad es la de no creerse amantes, la de la siesta despreocupada en fin de semana y cama ajena, la de creernos dueños y no arrendatarios.   El amante tiene su propio rito, tiempo y diseño, así el adulterio del cuerpo no es deslealtad del corazón y el placer es tan solo un recuerdo que subsiste en un suspiro inconexo de vez en cuando.


En este viaje el riesgo y el dolor estará siempre a la vuelta de la esquina y de cualquier manera  sabemos que el peaje al final será invariablemente cobrado, pero con toda seguridad no sabremos detenernos hasta que sea irremediable. Hasta que el motor se apague. Hasta que el camino se acabe. Hasta que el supuesto destino  yazca como un montón de hierros retorcidos a la vera del camino. Y asumiremos que las luces se han apagado definitivamente, a veces de manera violenta u olvidadas penosamente otras. Al final del camino, con seguridad habremos adquirido la sensibilidad suficiente para percibir otras luces cercanas o lejanas y seremos afortunados si nos hemos llevado también la sabiduría para no volver a parar, pero el camino no va a ser el mismo. Será mejor, podrán decir los optimistas, pero será siempre diferente, dirán los conductores.

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