Un amante es
un camino de una sola vía. No importa el nivel de sofisticación o que para los
implicados sea la relación perfecta, impune, de la que nadie se va a enterar ni
va a salir herido. No importa que se finja la mirada, se finja el deseo, se
finja hasta la respiración durante una llamada telefónica. En el fingir está la
traición más sutil.
De entre
todas las traiciones, la única que puede ser perdonada es la de la novedad, la
tentación de seguir jugando con algo que nos acelera el corazón a 200 por hora
en una décima de segundo. Se puede entender el estímulo de quien maneja siempre
por la misma carretera iluminada, conocida, por la que seguirá manejando por
decisión o por convicción; pero que con el tiempo se vuelve predecible. Los
transportes y transportistas también son susceptibles a la fatiga de los
materiales.
En una curva
del camino, ciertas luces aparecen y atraen inevitablemente al conductor
aburrido. Luces de colores, anaranjadas, verdes, amarillas, luminosas y alegres
que nos invitan a disfrutar de los pequeños y grandes lujos que creemos
merecer; un oasis en mitad del desierto,
nuestra comida preferida a media noche, un baño de burbujas, suaves masajes en
los pies y besos en los dedos.
Esas
estancias pueden ser muy caras o muy baratas, inclusive gratis si se piensa en
un día de prueba, pero se encarecen de manera exponencial a cada minuto.
Eventualmente creemos que en cualquier momento podremos pagar los consumos y
continuar con el camino trazado, y seguimos manejando un poco más hacia las
luces y los colores. Nuestra travesía nos ha llevado por esta ruta y los
obstáculos nos han permitido descubrir estos resplandores que siempre han
estado, pero que no habíamos notado antes. Si no hay un mantenimiento
preventivo, las luces no demorarán en aparecer. Es una ley del camino.
La traición
inevitable es la del tiempo. El tiempo en el que se piensa, se habla, se
recuerda, se ama. Esos momentos que no son desperdiciados con conversaciones
rutinarias, para eso están los copilotos. Ellos entenderán de lo que estamos
hablando, gracias a los cientos de horas compartidas en jornadas cansadas unas
como divertidas otras. Recordaremos que en un inicio, esos viajes tenían lo cotidiano, lo apasionado, lo familiar, lo
nuevo.
Este es otro
tiempo, un tiempo cronometrado, inquieto, insuficiente como valioso por las
razones que obedecen a la naturaleza humana y a las leyes del mercado: porque
es escaso y prohibido.
No importan
las palabras, sabemos en donde terminará nuestra boca después de ellas. Por
esos únicos momentos, el tiempo se detiene a la vez que parece que el reloj
está siempre en nuestra contra. Es la misma media hora que nos toma un viaje
corto, pero que en la penumbra del sexo, son instantes que hacen que nuestro
corazón nos traicione y que nuestro cuerpo pertenezca a las palabras, a los
mensajes, a las llamadas que nos hacen creer que hemos llegado a nuestro
destino.
Más que las
horas de cama, la expectativa amorosa es el alivio que libera al camino de su
supuesta monotonía. No importa que la carga haya sido pesada y que la angustia
se transforme en dolor casi físico. Ese momento no es compartido y las culpas
son encargadas en la puerta del motel. Luego vendrán los remordimientos y el
vehículo sufrirá algunas abolladuras, pero siempre se podrán arreglar, decimos.
Luego del ritual del encuentro, las conversaciones con el amante son el bálsamo
que nos permite afrontar la ruta del día siguiente y los baches que acabamos de
ocasionar. El diseño humano hace que las palabras escasas y escogidas hagan el
mercadeo de la relación. No hace falta recalcar en la pasión mutua ni la espesa
descripción de las emociones compartidas. Tampoco se invita al futuro y al
pasado por tan pocas horas. En estas conversaciones se descargan las novedades
del trabajo, los asuntos del hogar y de la vida y definitivamente las
dificultades con los compañeros de vehículo, que no pueden ser depositadas en
ningún otro recipiente. La traición más dolorosa es la de la complicidad.
La novedad y
el tiempo pueden ser superadas y hasta la complicidad puede ser recuperada,
pero la traición imperdonable es la de la lealtad. La relación de amante no
está diseñada para durar más que la pasión, ni convertirla a la religión
domestica de la cotidianidad. Tampoco se la incluye en el círculo social, peor
familiar. No se le entrega las llaves del vehículo y menos aún las del corazón.
La peor infidelidad es la de no creerse amantes, la de la siesta despreocupada
en fin de semana y cama ajena, la de creernos dueños y no arrendatarios. El amante tiene su propio rito, tiempo y
diseño, así el adulterio del cuerpo no es deslealtad del corazón y el placer es
tan solo un recuerdo que subsiste en un suspiro inconexo de vez en cuando.
En este
viaje el riesgo y el dolor estará siempre a la vuelta de la esquina y de
cualquier manera sabemos que el peaje al
final será invariablemente cobrado, pero con toda seguridad no sabremos detenernos
hasta que sea irremediable. Hasta que el motor se apague. Hasta que el camino
se acabe. Hasta que el supuesto destino
yazca como un montón de hierros retorcidos a la vera del camino. Y
asumiremos que las luces se han apagado definitivamente, a veces de manera
violenta u olvidadas penosamente otras. Al final del camino, con seguridad
habremos adquirido la sensibilidad suficiente para percibir otras luces
cercanas o lejanas y seremos afortunados si nos hemos llevado también la
sabiduría para no volver a parar, pero el camino no va a ser el mismo. Será
mejor, podrán decir los optimistas, pero será siempre diferente, dirán los
conductores.
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